Publicado en el: Diccionario del Cine Español e Iberoamericano. España, Portugal y América (2012)
(Coordinación México, Perla Ciuk)
Por lo común, en México existe poca conciencia de los géneros cinematográficos, ya sea por parte de los cineastas o de la crítica. Por lo tanto, abundan la ignorancia y la confusión en cuanto al tema en ambas instancias -no es raro, por ejemplo, que un director no sepa clasificar sus propias películas-. Sin embargo, los géneros se han dado de una forma peculiar en los últimos años, sacrificando la variedad en aras de un potencial comercial.
Así, tras la desaparición de los géneros más populares de antaño -la comedia ranchera, el cine fantástico (con su particular mutación, el cine de luchadores), el melodrama de cabaret, el cine de la revolución- la comedia urbana se ha impuesto como el género predilecto, debido a las recientes transformaciones del mercado. En cambio, un género perenne como el melodrama ha pasado a segundo término. Incursiones en otros géneros han sido más bien excepcionales.
Cabe recordar que la comedia era irreconciliable con el cine de autor en los años 70. En esos tiempos de compromiso político y expresión personal, tal vez se consideraba frívolo dirigir comedias. Por ello, los directores de renombre –Felipe Cazals, Jorge Fons, Paul Leduc, Arturo Ripstein, entre otros-, se caracterizaron por hacer un cine de tintes dramáticos, muchas veces de denuncia sociopolítica, totalmente a la contra de cualquier intención humorística. Si bien hay curiosas excepciones en la filmografía de Felipe Cazals (Familiaridades, 1969) y Arturo Ripstein (La viuda negra, 1977), Jaime Humberto Hermosillo fue el único inclinado a ese género en películas como Matinée (1976), Las apariencias engañan (1977) y Amor libre (1978).
Eso cambió con el relevo generacional y el paso del tiempo. El propio Hermosillo buscó abiertamente el género cómico en Doña Herlinda y su hijo (1984), primera comedia gay en la historia del cine mexicano y La tarea (1990), mientras los nuevos cineastas descubrían que no era indigno hacer comedias. Los primeros intentos pueden encontrarse en los siguientes títulos, de ambiciones tanto comerciales como artísticas: Anoche soñé contigo (Maryse Sistach, 1991), Intimidad (Dana Rotberg, 1989), La leyenda de una máscara (José “Pepe” Buil, 1989), y, desde luego, Sólo con tu pareja (1990), la ópera prima de Alfonso Cuarón, cuyo buen recibimiento crítico y éxito comercial le permitieron al director emigrar a Hollywood (aunque su difusión mundial se vio obstaculizada por el tratamiento humorístico del sida, algo que se interpretó como políticamente incorrecto). En la mayoría de esos títulos se percibe un tema común: la crisis de la pareja en el contexto de la clase media capitalina. Esa será la constante a partir de la siguiente década.
De hecho, sería Sexo, pudor y lágrimas (Antonio Serrano, 1999) la película que salvaría al cine mexicano de una crisis económica en la que estaba hundido desde la devaluación de la moneda en 1994. Al superar en ingresos a superproducciones hollywoodenses como La amenaza fantasma (George Lucas, 1999), ese suceso demostró el interés de un nuevo tipo de espectador, básicamente joven, universitario y de clase media, que asiste a los múltiplex de los centros comerciales atraído por un cine afín a su propia idiosincrasia.
A partir de las recaudaciones extraordinarias de Sexo pudor y lágrimas los números cambiaron para siempre. Antes querer estrenar una película mexicana con 250 copias hubiera parecido un delirio febril. Sin embargo, hoy se ha vuelto práctica común porque los estrenos mexicanos comparten con frecuencia el mismo número de salas que el más publicitado blockbuster estadounidense. Compañías transnacionales como 20th Century Fox o Columbia se han interesado lógicamente en las ganancias millonarias y están dispuestas a distribuir el material nacional, invirtiendo en costosas campañas publicitarias.
La comedia de Antonio Serrano, con todas sus limitaciones, propició otra forma de reflejo y reflexión más inmediata en la pantalla. El éxito descomunal de Sexo, pudor y lágrimas ya había sido anticipado por Cilantro y perejil (Rafael Montero, 1996), uno de los escasos estrenos afortunados en el periodo agónico de la industria. Sin embargo, su recibimiento no fue comparable al de la primera. De alguna forma, la ópera prima de Serrano tocó un nervio en la clase media mexicana al abordar la crisis de la pareja en un contexto privilegiado, mientras los diálogos hablan de frustraciones existenciales, sexuales y sociales. Vista ahora, la película se percibe equívoca y artificial. Pero el público nacional siempre ha sido, por tradición, más afecto a la visión distorsionada de la realidad.
También bien recibida por el público aunque vilipendiada por la crítica, El segundo aire (Fernando Sariñana, 2001) fue otro intento por presentar la infidelidad en la pareja mexicana como un síntoma de un hartazgo generacional. Demasiado simple y arbitraria en su trazo, la comedia se sostuvo sobre todo por el simpático desempeño de sus intérpretes.
Ciertamente, la incursión más inopinada en ese género fue la de Nicolás Echevarría con Vivir mata (2002), pues el director había sobresalido por sus documentales y la épica mística de Cabeza de Vaca (1990). Producida por la misma compañía de Sexo, pudor y lágrimas, la cinta intenta conjugar las dos líneas fundamentales de la actual comedia capitalina, la búsqueda de la pareja y el testimonio de lo inhabitable que resulta ya la Ciudad de México, pero falla al no establecer un tono cómico que le haga justicia a sus ambiciones. En lugar de trascender el mero registro realista, Vivir mata se conforma con una especie de caprichoso pintoresquismo. (Lo cierto es que no hay fórmulas infalibles. Ni el propio Serrano pudo repetir el éxito de su debut con su siguiente esfuerzo, La hija del caníbal -2002-, un producto tan anodino que escapa a la clasificación genérica.)
La preocupación por las relaciones amorosas en un contexto capitalino encontró su expresión adolescente en La segunda vez (Alejandro Gamboa, 1999), cuya mejor virtud es su falta de pretensiones y la honestidad con que trata a sus personajes femeninos. Los amores juveniles fueron también pretexto de exploraciones existenciales en viajes por carretera a la playa -aunque la actitud de los personajes siguió siendo típicamente citadina- según se vio en dos casos: la desigual Por la libre (Juan Carlos de Llaca, 2000), sugestiva cuando plantea un amorío de connotación incestuosa sin subrayarla y, por supuesto, Y tu mamá también (Alfonso Cuarón, 2000), nada menos que la película con mayor número de espectadores nacionales en su año.
Premiada en el festival de Venecia y comprada para su distribución en varios países del extranjero, el regreso de Cuarón al cine mexicano es una complaciente combinación de road movie y comedia adolescente centrada en el ménage à trois entre una mujer española y dos jóvenes obsesionados por el sexo. Con maña la película elabora un doble discurso: por un lado, sugiere una postura crítica en los superficiales atisbos a una realidad nacional más grave, ignorada por los privilegiados adolescentes en su búsqueda del hedonismo sin rumbo. Por otra, participa de la actitud tradicional de ver al sexo como algo prohibido; así, una mujer sólo podrá entregarse al amor libre cuando se sepa desahuciada. Así, Y tu mamá también concluye con la culpa y el castigo al reventón, un discurso moralista propio de las generaciones anteriores.
Mucho más creíble resulta la pareja de amigos adolescentes de la reciente Temporada de patos (2004), debut de Fernando Eimbcke. Bajo la influencia asumida de Jim Jarmusch, la película concentra la mayor parte de su acción en un departamento del emblemático complejo de Tlatelolco -asociado con tragedias nacionales- donde los personajes, que no han dejado la infancia del todo, enfrentan sus primeros asomos de frustración existencial. Fresca y espontánea, Temporada de patos es el único caso de algo que pudiera llamarse comedia juvenil que se ha alejado de los convencionalismos de siempre.
Sin duda, la comedia se ha instalado como el género favorito, aún para el cineasta ambicioso. La mirada satírica a la realidad nacional ha sido otro tema recurrente. La ley de Herodes (Luis Estrada, 2000) resultó de capital importancia para demostrar que habían dejado de ser intocables el PRI, el partido que había gobernado al país por más de 70 años, y otras vacas sagradas. Aunque las autoridades priístas intentaron prohibirla, el escándalo suscitado ante los medios y la opinión pública hizo que la película se exhibiera sin cortes y con gran éxito. La historia de un presidente municipal que comete toda clase de delitos para hacerse rico y mantenerse en el poder, dio pie a una burda sátira de la corrupción institucionalizada. No obstante, el tono excesivo era necesario para hacer efectiva su brutal crítica a un sistema que estaba por llegar a su fin justo en el año de su exhibición. (Algunos incluso atribuyeron a la película el haber contribuido a la derrota del PRI en las elecciones del 2000, pero esa es una hipótesis muy aventurada).
Por su parte, Pachito Rex, el debut como realizador de Fabián Hofman, producido por el Centro de Capacitación Cinematográfica, es otra sátira política que especula en tres episodios las variantes que podría tener la carrera política de su protagonista, un líder demagogo y cantante popular, desde el magnicidio hasta la dictadura. Filmada en video digital con el apoyo de animación computarizada, se trata de un experimento visual con altibajos narrativos.
Otras sátiras han sido más moderadas en sus ataques, aunque igual se nutren de figuras y situaciones reconocibles para cualquier ciudadano atento a las noticias. Todo el poder (Fernando Sariñana, 2000) plantea una superficial denuncia del crimen urbano asociado a la corrupción policiaca, con todo y final feliz; En el país de no pasa nada (María del Carmen de Lara, 2000) es una simpática -y algo ingenua- burla hacia la figura del deshonesto político salinista -es decir, propio del gobierno de Salinas- desde una perspectiva femenina, mientras Un mundo raro (Armando Casas, 2001) enfoca el turbio mundo de la televisión comercial para establecer diferencias morales entre los delincuentes comunes y las amorales figuras televisivas a las que admiran.
Por su parte, el cartonista y roquero Sergio Arau ensayó el falso documental en Un día sin mexicanos (2004), su ópera prima, una humorística hipótesis sobre cómo se trastornaría la vida en California si algún día llegaran a desaparecer todos los mexicanos por razones misteriosas. Aunque la idea es ocurrente, Sergio Arau no logra desarrollarla más allá de la reiteración del mismo gag, con algunos apuntes chistosos, pero sin la malicia crítica que se esperaba. Aún así, fue el estreno nacional más exitoso del 2004.
Por cierto, el realizador y productor Fernando Sariñana es quien ha estado más asociado con los fenómenos taquilleros. Él y su esposa, la guionista Carolina Rivera, han sido los responsables de Cilantro y perejil, producida por el Imcine, y de Todo el poder, El segundo aire y el melodrama de clases Amar te duele (2002) de la compañía privada Altavista. De hecho, Todo el poder se ha convertido en el modelo de una mezcla entre thriller urbano y comedia negra que se ha puesto de moda. A esa mezcla se añade también el repetido recurso de los relatos paralelos que se van cruzando y la influencia constante de Quentin Tarantino, asimilada de manera superficial. De hecho, ya se puede hablar de una fórmula por la cual varias subtramas chocan entre sí gracias a una tortuosa intriga, nutrida por el humor negro, la violencia criminal, las canciones retro, la referencia pop a la televisión o el propio cine, las persecuciones y la influencia del videoclip, entre otros elementos recurrentes.
El ejemplo más logrado de esa práctica es Nicotina (2002), segundo largometraje de Hugo Rodríguez, que hace coincidir en una misma noche a varios personajes motivados por el crimen y/o el amor no correspondido. Con el apoyo de un guion ingenioso y un reparto solvente, la comedia se hace más divertida en la medida que las subtramas chocan de manera que parece inevitable. El otro lado de la moneda es Sin ton ni Sonia (Hari Sama, 2003) que utiliza elementos similares, dentro de lo que ya es una serie de obsesiones generacionales -la crisis de pareja, los asesinos en serie, la cultura de la computadora, el New Age, el esoterismo- pero todo conduce a la nada. Cada ocurrencia se anula en la medida de su propia gratuidad. Defectos similares son compartidos por Matando Cabos (Alejandro Lozano, 2004) cuyas falta de rigor y regodeo en la violencia rayan ya en el cinismo.
Por su parte, el debutante Antonio Urrutia intentó otra fallida comedia negra en Asesino en serio (2003), la crónica de cómo un policía judicial rastrea a un asesino que somete a varias mujeres a orgasmos mortales. Afligido por la chatura de un guion que agota rápidamente su premisa, el director peca de pudoroso y no consigue ni una comedia de vulgar desenfado. Otras comedias estrenadas en los últimos años –Avisos de ocasión (Henry Bedwell), Corazón de melón (Luis Vélez), Dame tu cuerpo (Rafael Montero), Ladies’ Night (Gabriela Tagliavini), Siete mujeres, un homosexual y Carlos (René Bueno)- fueron aún menos satisfactorias.
Pero cabe abundar en una de ellas por el sólo hecho de que fue la producción mexicana más taquillera del 2003. Coproducida con una filial de Disney llamada Miravista y la compañía española Telefónica, Ladies’ Night ofrece un falso retrato de la juventud capitalina, tomando el camino antes explorado por Alejandro Gamboa y Fernando Sariñana, sin el desparpajo y la sinceridad del primero, ni el sentido de estructura del segundo. Sobre una premisa indignante -la virginal protagonista se siente atraída por el hombre que la narcotizó, robó y quizá violó-, la comedia apunta nociones dudosas sobre la virginidad, el matrimonio y la relación de pareja desde una perspectiva femenina. ¿Cómo entender que una mujer cineasta, como la argentina Tagliavini, participe de una óptica tan misógina?
En ese dominio de la comedia situada en la Ciudad de México, la excepción fue Una de dos (2001), de Marcel Sisniega, extrañamente elogiada por algunos críticos por rescatar a la comedia ranchera -uno de los géneros más retrogradas del cine mexicano- cuando en realidad se trata de una comedia provinciana. Resueltos como un mal programa de TV, los enredos amorosos de un par de gemelas idénticas -a todas luces distintas- no hacen esperar mucho de la obra de Sisniega.
No resulta casual que algunas de las comedias exitosas –Sexo, pudor y lágrimas, Y tu mamá también– contienen ribetes melodramáticos de inconfundible tono moralista. El melodrama es consustancial a la cultura mexicana, según se ha demostrado a lo largo de la existencia de su cine. Sin embargo, el joven cineasta está menos dispuesto a entrarle de lleno al género. Salvo la mirada revisionista de Arturo Ripstein, ningún otro realizador ha ejercido el melodrama de manera sistemática.
Incluso el melodrama ha perdido arraigo entre un público más sintonizado con el cinismo en boga. La ganadora del Ariel a Mejor Película y Mejor Director del 2003, El misterio del Trinidad, de José Luis García Agraz, no se mantuvo en cartelera porque el melodrama familiar, tan tradicional en el cine mexicano, ya no resulta atractivo aún cuando es abordado desde una sincera perspectiva personal. Asimismo, su estilo narrativo sobrio y lineal, ajeno a los tics de moda, también la sitúa como un anacronismo.
Lo contrario ocurre con Amar te duele. La historia de un romance juvenil desintegrado por las diferencias de clase fue dirigida por Fernando Sariñana como si se tratara de un video musical. La auténtica frescura que se pudo conseguir por la verosímil interacción de sus jóvenes intérpretes se echa a perder a causa de un estilo narrativo dependiente del gimmick formal. Pero es posible que ese artificio formal haya contribuido también a su éxito económico.
Muy sintomático, por otra parte, fue el fracaso de un par de melodramas al estilo antiguo, La tregua (2003) y Ya no los hacen como antes (2003), dirigidas respectivamente por miembros de la vieja guardia, Alfonso Rosas Priego Jr. y Juan Fernando Pérez Gavilán. Las películas son semejantes hasta en el argumento: un maduro viudo -interpretado por el mismo actor, Gonzalo Vega- renueva su vida al enamorarse de una mujer mayor -o más joven, en el caso de La tregua– provocando la reprobación de su familia. La peor similitud entre ambas es su ineptitud cinematográfica. Tanto Rosas Priego como Pérez Gavilán representan el lado más rancio del cine mexicano, las viejas dinastías de productores que buscaban la taquilla fácil a través de fórmulas trilladas y un estilo primitivo. Para interesados en ese tipo de relatos, las telenovelas cubren toda la demanda con algo más de sofisticación, en algunos casos.
En ese contexto, Amores perros, la ópera prima de Alejandro González Iñárritu, representó ese raro fenómeno: una película elogiada y premiada en círculos prestigiosos, que a la vez fue el estreno nacional más exitoso en el 2000, demostrando de paso que la taquilla podía ser conquistada con un drama de compleja estructura narrativa, de dos horas y media de duración. Esa producción de Altavista demostró que, si bien es innegable la preferencia del gran público por las comedias ligeras, también es capaz de interesarse por propuestas dramáticas. La contundencia de Amores perros fue tal, que su influencia puede detectarse en varias películas posteriores. Incluso, el propio González Iñárritu repitió el tono y la estética, además de una similar estrategia narrativa, en 21 Grams (2003), su debut hollywoodense.
Que existe público para proyectos menos concesivos fue confirmado por el buen recibimiento a un par de intensos dramas urbanos, enfocados a los jóvenes marginados: De la calle (2001) debut del director Gerardo Tort, y Perfume de violetas-Nadie te oye (2000), quinto largometraje de Maryse Sistach. La primera es una adaptación hiperrealista de la célebre obra teatral de González Dávila, que retrata el mundo nocturno y violentamente sórdido de unos adolescentes de la Ciudad de México, con una urgencia narrativa ajena al tremendismo. Una cámara siempre en movimiento y una edición de cortes abruptos refuerza esa sensación de lo inmediato. La película aborda un tema recurrente en el cine latinoamericano: la precaria existencia de jóvenes urbanos desposeídos. Lo novedoso de la versión de Tort es el desarme del material melodramático a través de una mirada distanciada, una puesta en escena que observa los violentos sucesos como si la cámara fuera otro transeúnte.
Aunque Perfume de violetas enfoca el problema específico del creciente número de mujeres violadas en México, la película evita un discurso aleccionador al situar el conflicto en un contexto más amplio, el de la amistad interrumpida entre dos adolescentes de clase baja: una rebelde en conflicto permanente con su familia y sus compañeros de clase; y otra más inocente, que vive en mejores condiciones con su madre soltera. Sistach filma su historia con el verismo de un documental y eso permite un desarrollo con la naturalidad de lo cotidiano, aún en instancias que pudieron haber sucumbido al melodrama, sin sacrificar la fuerza emotiva de su relato.
Según se puede apreciar, el realismo es el tono dominante del cine mexicano. Sin duda, las habituales limitaciones de presupuesto inhiben cualquier proyecto de cine fantástico. El caso de Guillermo del Toro es ilustrativo: después de su notable debut, Cronos (1991), el realizador ha filmado todas sus siguientes películas en el extranjero y con dinero hollywoodense, excepto El espinazo del diablo (2000), de coproducción española.
Sólo por el arrojo de filmar algo fuera del registro realista, vale la pena mencionar a Zurdo (2002), ópera prima de Carlos Salces, cuyo promisorio cortometraje En el espejo del cielo fue premiado en numerosos festivales. El realizador y coguionista recurre a clisés del melodrama mexicano y de cierto cine hollywoodense para contar la historia del héroe epónimo, un niño superdotado para jugar canicas en un futuro indeterminado que se antoja posnuclear. Obviamente capaz de generar imágenes atractivas, Salces se ha dejado llevar por un aparatoso formalismo, apoyado por una producción vistosa, diseños visuales computarizados y una recargada banda sonora. El cineasta se pierde en el efecto por el efecto mismo, sin reparar en la coherencia dramática de la historia.
Igualmente inusitado fue el thriller político Conejo en la luna (2004), segundo largometraje de Jorge Ramírez-Suárez. Aunque narra con pericia formal la historia de cómo la vida de ciudadanos ordinarios es amenazada por el desempeño de funcionarios corruptos, la ingenuidad del guion pronto hunde al proyecto en la inverosimilitud. Tal vez un tratamiento de comedia negra, como el de La ley de Herodes, hubiera sido más adecuado.
No son raras las producciones independientes dentro de la escasa producción actual que buscan un cine de expresión personal, bajo una mayor influencia del cine europeo que del hollywoodense. Películas como Adán y Eva (todavía), de Iván Ávila, Crónica de un desayuno, de Benjamín Cann, Japón, de Carlos Reygadas, o Mil nubes de paz cercan el cielo, de Julián Hernández, se han visto preocupadas por una búsqueda formal que intenta alejarse de las fórmulas narrativas tradicionales. Ejercer el cine de autor es su ambición primordial. No debe extrañar que dichos esfuerzos cuenten con mayor demanda en festivales internacionales que en la cartelera nacional, donde suelen atraer a un escaso público.
En ese sentido, la aportación más interesante de un novel realizador que escapa a la clasificación genérica es Cuento de hadas para dormir cocodrilos, segundo largometraje de Ignacio Ortiz. A pesar del presuntuoso título, la película se sale de los habituales caminos ya mencionados. No se trata de una comedia aunque tiene detalles de humor, aparecen fantasmas pero no es un relato fantástico y la acción no se sitúa en la urbe sino en la bella aridez del paisaje oaxaqueño. Esa historia de una maldición familiar a través del tiempo, una herencia de insomnio y asesinatos fraternales, escapa a los caprichos literarios del realismo mágico para encontrar su propio idioma. Este es el tipo de cine, audaz y rigurosamente personal, ajeno a modas como el posmodernismo, que recupera para el cine mexicano su sentido de identidad sin tener que recurrir al nacionalismo o al folklore. Y que lo mantiene vivo en los buenos y los malos tiempos.
El DICCIONARIO DE DIRECTORES DEL CINE MEXICANO.COM es una plataforma digital no lucrativa, cuya finalidad es preservar la memoria de los que hicieron y hacen nuestro cine.
Todo apoyo contribuye a perfeccionar el trabajo de investigación y el mantenimiento y desarrollo tecnológico de esta página. ¡Gracias!