Publicado en el: Diccionario del Cine Español e Iberoamericano. España, Portugal y América (2012)
(Coordinación México, Perla Ciuk)
Prólogo
El salón cinematográfico fue una respuesta a una actividad que se origina a partir de desarrollos técnicos y científicos. En ese sentido, la aparición de la energía eléctrica impulsó cambios extraordinarios que la sociedad no había vivido antes. Se estaba experimentando no sólo con esa forma de energía, sino también con los artefactos que aprovechaban lo que la electricidad posibilitaba: ¿Cómo fue ese primer viaje en un tren eléctrico o tranvía?, ¿En dónde estuvo el primer elevador o escalera eléctrica?, ¿Hubo cambios en el comportamiento social al iluminar calles y plazas?, ¿Qué nuevo mundo de luces y sombras generó la bombilla eléctrica?, ¿Apareció la vida nocturna con mayor amplitud?
Nadie estuvo preparado conscientemente para dar respuestas ante el arribo de estas nuevas técnicas. Qué de raro pudo tener que los primeros espectadores del cinematógrafo se entusiasmaran con las fotos en secuencia dinámica, o que se angustiaran por el realismo de una imagen que parecía materializarse a fuerza del movimiento. El cinematógrafo Lumière, el proyector de la luz, permitió compartir tanto el espacio como los sentimientos, con unas vistas que arrebataban el aliento o que hacían reír. Y no era lo mismo la sonrisa individual, que la carcajada colectiva, tampoco el suspiro personal que el rumor general.
Uno de los valores especiales del desarrollo cinematográfico tiene que ver con la natural aceptación social que tuvo en el siglo XX la exhibición de películas, al igual que documentales, noticieros y otras formas de expresión visual. El camino que dicho medio inició a fines del siglo XIX, no se ha detenido hasta este momento, y se puede analizar en razón de haberse constituido en una industria que ha tocado lo mismo intereses de tipo artístico que económico y sociocultural.
En el ámbito de la generación de espacios y ambientes, la cinematografía puede ser detonadora de dos formas de apropiación de los aspectos urbanos y arquitectónicos. Por un lado como escenografías, reales o ficticias, que recrean los lugares de encuentro entre historia narrada, imágenes y espectador. En otro sentido, y por afanes edificatorios, es responsable de la construcción de recintos propios para establecer el vínculo material entre mensajes audiovisuales y gozo cinematográfico: la sala de exhibición. De ello trata esta historia.
Un México cinematográfico
México es un país de vasto territorio, en el que es posible hablar de regiones con las que se puede reconocer una amplia diversidad de rasgos que dan forma a su geografía, su sociedad y su cultura; todas son una, pero el país en su conjunto reconoce a varias. En el caso particular de la cinematografía no podemos perder de vista estas variables. En México, si hablamos de sureste, del bajío, de la laguna, del occidente, de la costa, de la frontera norte; en cada denominación hay implícita una lectura de diversidad.
La industria cinematográfica reconoció esa amplitud de territorio, dejando paso en las primeras épocas a la aparición de un cinematógrafo viajero. Lo mismo cinematógrafos, que kinetoscopio, o vitafonos; todos ellos eran parte de una nueva familia: los exhibidores. Porque si bien la industria del cine en México se estructuró a partir de la producción, distribución y exhibición de películas, tanto nacionales como extranjeras, fue la exhibición la primera en aparecer, y la primera en distribuirse en el territorio, en una suerte de descentralización, que permitió la más amplia cobertura de una actividad económica. Al esquema regional se sobrepuso una estructura económica que, aún entendiendo las diferencias, provocó su desarrollo nacional.
En ese impulso de expansión, nuestro país llegó a convertirse en uno de los más importantes exhibidores de cine en todo el mundo, siempre dentro de los primeros diez países con más cinematógrafos. Por ejemplo, a principios de los años cincuenta del siglo XX México ocupaba el décimo sitio, con 2021 cines contra los 23,120 de Estados Unidos de América, los 8,000 de Italia, los 3,950 de España, o los 2,190 de Argentina, por mencionar algunos países. Pero un dato particular colocaba a México en el segundo lugar, y era en el promedio de capacidad por cine, con 730 butacas por sala, solo superado por las 908 de Inglaterra, y por arriba de las 719 de Estados Unidos de América.
Sin duda que la existencia de ese universo de salas en el territorio nacional encontró su asiento en las capitales de los estados, y distribuyéndose a centros de población con importancia regional. Es característico cómo se construyeron cines en las principales entradas del país; en la frontera norte, como Nuevo Laredo, Ciudad Juárez, Tijuana o Mexicali; en los puertos más importantes como Mazatlán, Tampico o Veracruz. A ello se sumaron las vías de comunicación, por lo que centros conectados a carreteras, vías férreas o líneas aéreas, fueron también punto de presencia de salas en todo el país.
Se puede entender así que el fenómeno de la exhibición fue el primero y más importante desarrollado dentro de la industria cinematográfica nacional. Esto se entiende desde el arribo del proyector y las primeras películas o vistas, ya que, al no haberse desarrollado dentro del país, su aceptación en la sociedad recurrió constantemente al recurso de la importación, tanto de productos filmados como de película virgen para la producción. Es así que la industria de la exhibición se distribuyó en todas las regiones del territorio nacional, dando forma a una de las actividades de divertimento con mejor organización empresarial y mayores recursos económicos. Estudios, cadenas, circuitos, fueron generando un perfil, en donde un producto de origen artístico como podía ser un filme, se volvía objeto de mercado que requería de un escaparate que permitiese ser observado por el consumidor final.
Las cadenas de exhibidores cumplieron un papel importante, y a lo largo y ancho del país construyeron los más variados objetos del lenguaje arquitectónico ligado a la cinematografía. En ese mismo sentido, el negocio permitió dar plena ‘libertad a la imaginación’ para organizarse, configurando todo un mercado de amplia competencia, que llevó a la generación de monopolios, así como a arreglos empresariales entre exhibidores y distribuidores.
En la república se construyeron muchísimas salas, en variadas fechas, con los más diversos estilos; desde el salón adaptado, pasando por la carpa o la plaza de los trashumantes, hasta llegar a los teatros, los palacios cinematográficos, así como a los nuevos complejos múltiplex y en espera de lo que el futuro nos depare. En esta expansión cinematográfica, se generó una asamblea de cines, de palacios populares en una especie de organización democrática para el espectador, que lo mismo podía ver la función de gala en un cine de estreno, que asistir a dicha función en un cine de barrio o pueblo… algunas semanas después. La élite tenía el estreno como acto especial de disfrute particular, pero el pueblo tenía la gran posibilidad de recibir y transformar los estrenos en su propia fiesta, en sus propias salas; antes o después, todos éramos iguales.
La Ciudad de México fue el centro neurálgico de la nueva industria cinematográfica; de la producción y de la exhibición. Los estudios nacionales estaban ahí, las cadenas de exhibición se extendían desde ahí, los cines más suntuosos se construyeron ahí. Sin embargo, no todo el país era o estaba en la capital federal. Esa es la riqueza de la industria cinematográfica, en donde la exhibición se extendió a todo el territorio, dando pie a cadenas regionales, a cines regionales, a historias regionales, insertas en la gran historia nacional.
Hablar de la zona central abarca lo que sucedió desde el Distrito Federal hacia el norte, antes de la frontera, lo mismo en Durango, Zacatecas y San Luis Potosí, que en estados como Guanajuato, Aguascalientes, Hidalgo, Querétaro y el Estado de México. En esta selección se toma el cuerpo interno de la república, dando pie a una lectura que limitarán los estados costeros o fronterizos. Esta zona de amplia cobertura reúne varias verdaderas regiones socio-culturales o geográficas, pero en todas ellas está la presencia de una industria de grandes impulsos que nos darán una historia por demás rica, no es una región central, sino varias regiones en el interior del país.
La exhibición tomó su posición en esta zona con un número muy importante de cines, aún de los llamados en alguna época como ambulantes. La historia en esta vasta área territorial, hacia mediados de los cincuenta, nos habla de más de 510 cines, cuya capacidad total rebasaba las 320 mil butacas, lo que daba un promedio aproximado de 635 butacas por cines. El mejor equipado era el Estado de México, que en esa época de los cincuenta, contó con cerca de 150 cines, como el Rex y el Municipal de Toluca, el Juárez de El Oro o el gigantesco Coliseo de Tlapacoyan.
Durango es un estado de tradición cinematográfica tanto por haber estado ligado a la filmación de películas nacionales y estadounidenses, así como por haber contado con más de 100 salas, dentro de las cuales se pueden destacar los cines Principal o Imperio en la ciudad de Durango, el Palacio de Gómez Palacios o el López en Lerdo. Por el contrario, Querétaro contó con solo siete cines, destacándose el Alameda, así como el Teatro de la República o el Plaza en la ciudad Capital. Caso similar sería Aguascalientes, en donde al Teatro Morelos se sumaron el Alameda, el Rex y el Colonial.
San Luis Potosí albergó más de 50 cines, destacándose los de la ciudad capital, como el Alameda, el Azteca, el Avenida o el Othón, a los que se agregan los Othón de Ciudad Valles y de Matehuala, el Río de Río Verde, el Dolores de Salinas o el Hidalgo de San Ciro. En el caso de Hidalgo se destaca como un estado pequeño, pero con más de cincuenta salas, y Pachuca como capital tuvo al Reforma, Alameda e Iracheta, o los cines Olimpia y Rex de Tulancingo.
En el caso de Guanajuato se destacan los teatros Juárez de la capital y el Manuel Doblado de León, así como los cines Reforma de Guanajuato, el Rialto de Irapuato, el Rosales de Celaya, o Coliseo, Hernán e Isabel de León. Zacatecas representa un caso muy interesante porque si bien las estadísticas hablan de 85 cines, 67 son inmuebles, mientras que 18 son considerados ‘ambulantes’; ningún otro estado registra esta cantidad de cines móviles en todo el país para esa década de los cincuenta. En cuanto a los establecidos destacan los de la capital, el Nuevo y el Ilusión, pero Fresnillo se convierte en el receptor de mayor número de grandes cines como el Echeverría, México, Colonial y Arena.
Hablando del occidente, al consolidarse el cine como entretenimiento social y como negocio, propició que para los años cuarenta en particular el estado de Jalisco, fuera el que contara con más cines de toda la república: 154, incluso más que el Distrito Federal que tenía 103. Lo interesante de este dato es que también refleja una descentralización estatal de los cines, prácticamente todas las poblaciones tenían uno y Guadalajara como capital, 15, es decir, apenas el 10%. De su proyección arquitectónica, los cines de la segunda ciudad del país inundaron arterias centrales como la Avenida Juárez (Variedades) y la Calzada Independencia (Alameda, Avenida, Metropólitan), provocando con su fuerte volumen, una presencia urbana definitiva.
Caso de relevancia fue la participación del arquitecto jalisciense Luis Barragán, en la construcción de los cines Colón y Jalisco, sin embargo, dicho trabajo realizado a principios de los años treinta, poco se puede apreciar al haberse transformado dichos recintos radicalmente en años posteriores. También es de hacer notar la realización del cine Alameda, por parte del arquitecto especialista del género, Carlos Crombè, quien planteó una imagen dual, debido a la modernidad de la fachada, que contrastaba con el interior neocolonial. De los viejos cines de Guadalajara, buena parte de ellos se conservan casi intactos, aunque ya cerrados, otros reutilizados como tianguis y en el mejor de los casos, como sala de conciertos de rock y espacio cultural de la Universidad de Guadalajara, como es el Roxy.
El segundo estado por cantidad de cines en esta región de occidente fue Michoacán que, a través de los circuitos Lázaro Cárdenas de Luis G. Cerda y el Michoacano de Jesús Fernández en 1946, llegaban a 82 salas cinematográficas. Como en Jalisco, también estaba diseminado y Morelia tan solo registraba 3 cines en esos años, los cuales, por normatividad urbana, no representaron una imagen de modernidad arquitectónica -por lo menos en sus fachadas- sino que se fundían en el contexto “colonial” de la ciudad.
Sinaloa sería el tercer estado en importancia por su cantidad de cines, llegando en esos años cuarenta a 72, los cuales manejaba el circuito del Pacífico. Ciudades como Mazatlán (primer sitio del noroeste donde se exhibió cine en 1908), al ser puerto de entrada y salida de mercancías y después por su desarrollo turístico, llegó a tener varios salones cinematográficos, quizás uno de los más imponentes fue el Zaragoza, inaugurado con gran resonancia y que fue diseñado por el ingeniero arquitecto Joaquín Sánchez Hidalgo. Nayarit con 26 cines y Colima con 15 en aquellos años de auge, cierran la lista de esta región occidental.
En los estados del norte del país, en particular los de la península de Baja California y todos los fronterizos a Estados Unidos de América, su incorporación a la exhibición cinematográfica fue más bien por lo que les llegó del país vecino o incluso desde Europa, que por lo que viniera del centro, es decir, de la Ciudad de México. En ese sentido, el papel de los empresarios ambulantes fue determinante para el acceso de los estados del norte, al nuevo invento del cine, debido a que solo ellos, con su espíritu aventurero se atrevían a sortear las difíciles condiciones de comunicación de la época.
Ya en la etapa de consolidación de los años cuarenta, de los estados norteños el que más tenía cines era Coahuila con 90, después seguían Chihuahua con 67, Sonora con 65, Tamaulipas con 59, Nuevo León con 52 y Baja California con 23. De las ciudades, las más significativas fueron Monterrey con 34, Tampico con 12, Nuevo Laredo con 11, Torreón y Chihuahua con 10, Ciudad Juárez con 9 y con 8 Ensenada y Saltillo. Se podrá observar que a diferencia de otros estados como Jalisco y Michoacán que repartieron en todo su territorio la construcción de cines, Nuevo León concentró en 1955 en su capital Monterrey el 45% de los espacios de exhibición. Otro factor que influyó en la proliferación de salas fue su condición de puerto marítimo, como Tampico o de ciudad fronteriza como Nuevo Laredo, en donde la confluencia de una población flotante promovió mayores sitios de recreo.
En cuanto a las capacidades, llama la atención como Monterrey además de concentrar gran cantidad de cines, llegó a tener 3 con más de 5 mil butacas; Coliseo, 6 mil, Monterrey, 5 200 y el Reforma con 5 mil. Otros grandes cines del norte fueron el Royal de Torreón con 4 100, el Tropical de Nuevo Laredo con 4 500, y con poco más de tres mil el Colonial de Chihuahua, el Támesis y el Rojo de Ciudad Madero y el Altamira de Tampico. Entre 2 mil y 3 mil hubo una veintena en todos estos estados fronterizos y el resto que fue la gran mayoría, oscilaron entre unos que iban de 100 a 600, que se encontraban en poblaciones pequeñas o barrios, y hasta otros que casi alcanzaron los dos mil asientos, localizados en las partes centrales de las ciudades medias.
De las aportaciones arquitectónicas de los cines del norte del país, se pueden mencionar algunos casos, como el del cine Plaza en Ciudad Juárez, donde el dinamismo volumétrico debió resaltarlo en el paisaje árido de la zona. Integrado a un edificio de oficinas de once niveles, el acceso a la sala se hacía en la esquina del predio enfatizándose a través de dinámica y sinuosa marquesina. En la misma ciudad, pero bajo la influencia exótica, existió el Alhambra, el cual sorprendía por su decoración interior. Otro ejemplo fue el cine Monterrey en la capital de Nuevo León, que a diferencia del Plaza de Cd. Juárez, todo el edificio era la propia sala cinematográfica, problema de diseño no fácil de resolver debido a que las fachadas casi todas debían ser ciegas. Así, la solución del arquitecto fue recurrir a un racionalismo arquitectónico de formas dinámicas, con escalonamientos, claroscuros, bandas sobre los recubrimientos y una marquesina que daba vuelta en la esquina.
Por la zona del oriente, de Veracruz a Quintana Roo, pasando por Tabasco, Campeche y Yucatán, esta región ligada a la costa del Golfo de México y al Caribe, llegó a tener 225 cines en 1946. Tal cantidad marcaba el contraste de un estado muy productivo y poblado como Veracruz, que tenía 115 salas, a otro mucho más pobre y poco habitado, siendo un territorio Federal para la época, como Quintana Roo, que apenas contaba con 4. Francisco Sumohano fue el empresario exhibidor quien mandó construir buena parte de los cines de la época, en ciudades como Coatzacoalcos y Minatitlán en Veracruz o Villahermosa y Álvaro Obregón en Tabasco, entre otras. Pero también otro inversionista de escala nacional que tuvo muchos cines en la región, fue Gabriel Alarcón, quien administraba salas en ciudades como Jalapa, Orizaba, Veracruz y Córdoba.
El “boom” nacional de las salas cinematográficas para los años cincuenta, hizo que casi se duplicara las cifras de la década anterior en la zona del golfo. Así, Campeche llegó a 23, Quintana Roo a 10, Tabasco a 43, Yucatán a 113 y Veracruz a 184, para un total de 373 cines. De las ciudades, Mérida fue la que tuvo más recintos de exhibición con 10, Campeche y Villahermosa con 7 y Veracruz con 6. Estas cifras, aunque son referidas a las capitales estatales, reflejan una proporción mínima en cuanto a la cantidad total de cines en las entidades, es decir, las ciudades centrales captaron porcentajes del orden de, 30% en Campeche, 10% en Quintana Roo, 11% en Yucatán y 4% en Veracruz. De nuevo, como en Jalisco y otros estados de la República, la repartición equitativa y democrática de los espacios de exhibición a lo largo de zonas urbanas y rurales del país, fue un hecho contundente. Y si de capacidades hablamos, los cines más grandes fueron el Real de Orizaba, el Radio de Jalapa y el Renacimiento de Campeche, los tres con poco más de 2800 butacas. Hubo otros siete con poco más de dos mil, como 25 entre mil y mil setecientos asientos y el resto “los pequeños”, entre 100 y 800 butacas.
En la amplia región del sur mexicano, tanto los estados de Morelos, Puebla y Tlaxcala, como Guerrero, Oaxaca y Chiapas. Las posibilidades de análisis se amplían de manera importante cuando evaluamos que cada caso podría ligarse a otras regiones. Pero parece de especial interés constatar que en estos estados, salvo Puebla, fueron los sitios en México con menor cantidad de cines, y en donde las propuestas arquitectónicas fueron menos pretenciosas, quizá imbuidos de un ambiente generado por arquitectura tradicional, de carácter vernáculo, en donde las tendencias de la modernidad fueron menos asimiladas. En ocasiones los recintos cinematográficos más importantes fueron los antiguos teatros, como el porfiriano Macedonio Alcalá en Oaxaca, o edificios nuevos de poco carácter monumental.
A mediados de los cincuenta, esta zona albergó poco más de 320 cines, con una capacidad arriba de las 195 mil butacas, en un promedio de 610 por sala. De esta zona es de destacar el caso de Puebla, que vivió de manera inmediata la experiencia cinematográfica, pues desde principios de siglo fue sitio para la exhibición de vistas. Su importancia se muestra con la centena de cines con los que contó, de entre los que se destacaron en la capital Coliseo, Variedades, Reforma, así como el propio Reforma y el Morelos de Tehuacán.
En el caso de Morelos existieron poco más de cincuenta cines, en diversos sitios, como en Cuernavaca con el Ocampo, y el Alameda; en Cuautla con el Palacio Azteca y el América, así como el Morelos de Jojutla. En Guerrero se distribuyeron de manera especial cerca de 70 salas, la mayoría muy pequeñas, con el Río, el Tropical y aún el Salón Rojo de Acapulco, el Del Pueblo tanto en Chilpancingo como en Iguala, y La Misión de Taxco. En el caso de Oaxaca, se tuvieron más de cuarenta cines, con la preponderancia del Teatro Alcalá y el Mitla en la capital, y que junto con Chiapas y sus cines Zabadúa de San Cristóbal de las Casas, Figueroa y Lírico de Tapachula, el Nuevo de Tonalá y el Alameda de Tuxtla, conformaron la arquitectura sencilla de estos salones cinematográficos. Cerramos con el caso de Tlaxcala, sitio para solo 13 cines, en ciudades como Apizaco, Calpulalpan, y en la capital con el Teatro Xicohténcatl y el cine Matamoros.
Este el panorama del sur de país, una zona que no tuvo el mismo ímpetu ni en cantidad ni en calidad en relación al resto del país. Las propuestas fueron austeras en donde, salvo los viejos teatros estatales o los cinematógrafos de Puebla, nunca se arribó a esa arquitectura monumental, palaciega o espectacular. Es de esa manera que en Puebla se desarrolla la industria más rica, más importante, y de mayor perdurabilidad. La presencia de la compañía de Gabriel Alarcón dará a la Angelópolis una posición en la industria de enorme relevancia. Sus cines Reforma y Variedades aún con vida son una muestra de lo que la cadena de Oro logró en la región de Puebla y también en Veracruz.
El cinematógrafo y la evolución de la sociedad
México se presenta hacia los últimos años del siglo XIX como un país que se integraba a un progreso paulatino. Por un lado y a nivel urbano, las ciudades dejaban poco a poco su sabor y entorno rural para integrarse a ciertos procesos de urbanización. Como parte de una visión de desarrollo centralista, la primera ciudad que asimila estos procesos es sin duda la ciudad capital. Ya desde 1891 la luz eléctrica era parte de la iluminación urbana, cuando se inaugura con 40 lámparas del sistema Brush y para 1896 la historia de la solarina, el aceite de nabo, mecheros de gas, luces de trementina y nafta, así como el aceite, daban paso a los focos eléctricos.
En ese México, particularmente en las ciudades, el habitante común celebraba en su vida diferentes ritos sociales, en horas diurnas y particularmente en fin de semana. Los domingos eran para fiestas religiosas y civiles, en una tradición ancestral que se había convertido en parte de su cotidianeidad, porque en ellas eran actores, verdaderos partícipes en su realización. A la par de eventos y celebraciones, también estaban los paseos domingueros a los bulevares, tardes en plazas o días de campo en los tívolis. El habitante se guardaba en cuanto el sol se alejaba dejando el paso a las penumbras lunares de la noche. Era el hombre diurno.
Se debe entender que el trabajo diario pocas veces permitía el encuentro y disfrute social. Desde tempranas horas de la tarde, el solar familiar era el único refugio ante la oscuridad nocturna que menguaba actividades, desataba sueños y adormecía iniciativas. Pero después del trabajo, siempre llegaba el fin de semana, permitiendo a todo mundo no solo hacer reuniones y celebraciones, sino también participar como espectadores de otro tipo de ritos ligados con la recreación y los deportes. El ocio y el tiempo libre aparecieron como formas sociales y económicas derivadas de ciertos procesos de industrialización.
Por otro lado, para la recreación y el divertimento estaban el teatro de revista, la carpa popular, el teatro de opereta y zarzuela, en donde las estrellas eran principalmente mujeres, cantantes, tiples, en un bataclán puro que se apropiaba de los teatros tradicionales y de los populares. En todos ellos la presencia de música, bailes, comedia, diversión, hacían del teatro el espectáculo más diversificado en ciudades y pueblos. Pero también estaba el circo, el circo de plaza, el circo de carpa, el circo de teatro, el circo de feria, el circo como fiesta. Ese mundo exótico de fenómenos, animales y malabarismos, que incitaban en la naturaleza humana los más encontrados sentimientos, permitiendo que el circo fuera uno de los sitios más importantes para el desfogue y la diversión para la mayoría de las familias.
En ese ámbito el cine se convirtió en parte de la fiesta de los ciudadanos, muchos de ellos habitantes recién llegados en migraciones desde el campo, quienes en sus búsquedas de una mejor vida, encontraron el escape en la diversión, el goce y la convivencia: se sorprendieron ante un mundo desconocido. En esa época de progreso, el cine fue de los primeros espectáculos generados por la ciencia, que ofrecía una nueva opción de recreación para un público hambriento por celebrar lo que su propia vida a veces no le ofrecía.
Sin duda se puede hablar de la llegada de una nueva era para marcar la transición del entre siglo. Por ello la electricidad no es sólo el medio para iluminar, se plantea como el medio para generar energía que se tradujo en nuevos medios de locomoción dentro de la vida en las ciudades. Nuevamente es 1896 el momento para hacer historia, dejando entre abril y agosto de ese año abiertas las concesiones para sustituir la tracción animal o de vapor por la electricidad, con los tranvías y su sistema Trolley o de cables aéreos. Es justo en aquel momento que aparece el cinematógrafo, ese invento de la luz y las imágenes que llega a México en julio de 1896.
El gobierno de México para ese momento se generaba con la visión dictatorial de orden y progreso emanada desde la figura del general Porfirio Díaz, quien había permitido por aprobación ideológica una corriente de aceptación y apropiación de la visión europea de progreso y desarrollo, sobre todo desde los ámbitos culturales y artísticos. Así puede entenderse que Ferdinand Bon Bernard y Gabriel Veyre hayan sido recibidos por el presidente del país. Estos dos personajes eran enviados por la empresa formada por los hermanos franceses Luis y Augusto Lumiere, y su interés se centraba en difundir y distribuir el equipo proyector-tomavistas desarrollado en Europa, a través de la exhibición de vistas tomadas en Francia. El 6 de agosto de aquel año y en la residencia oficial de la presidencia en el Castillo de Chapultepec en la Ciudad de México, con vistas de los hermanos Lumiere, se inició la relación entre el país y la cinematografía. Posteriormente, el 14 de agosto de 1896 y utilizando un espacio adaptado para la ocasión, se da la primera exhibición pública en una calle céntrica de la ciudad capital. Desde esa historia inicial y en poco tiempo, el cinematógrafo se convirtió en una curiosidad que paulatinamente fue ganando adeptos hasta convertirse en una diversión masiva.
Lo virtual se convierte en real y viceversa
El sorprendente mundo del cine ha sido motivo de tan variadas lecturas que no puede uno dudar que finalmente algo de milagroso sí tiene. Las maravillas que la técnica ha producido al paso del tiempo siempre fueron el asombro de los contemporáneos a tales eventos. Al paso del tiempo nos detenemos a pensar qué fue lo que movió a J. A. Paris, en la Inglaterra de 1826, cuando experimentando con imágenes dibujadas, vislumbró la posibilidad de generar una secuencia de ellas que permitieran simular el movimiento continuo. Desde ahí se estructuró el concepto de la ‘persistencia de la visión’ y nació el Taumátropo. Es de hecho el antecedente más lejano de los dibujos animados de nuestros días.
Este continuo camino que se recorre en el siglo XIX, nos llevará a la aparición de la fotografía, cuya impresión más antigua se data en 1827, obra del francés J. N. Nièpce. La característica más importante fue la conjunción de la óptica y la química que permitieron guardar un momento de la realidad al fijar una imagen. Así, se continuó de manera constante con otras formas como el dibujo fotogénico y el Calotipo (1831), el daguerrotipo (1839), las placas de cristal (1851), las placas secas (1853), el papel de bromuro (1874-80), la película flexible Kodak (1888), la película de celuloide (1889) e incluso el sistema tricromo (1903), el Kinemacolor (1909), el Technicolor en película de dos colores (1917), la película de color Kodachrome (1935), el papel a color (1942) y el sistema electrónico (1960). Todos ellos fueron parte de procesos de continuo desarrollo, consiguiendo en cada uno mejorar la imagen en blanco y negro y el manejo del color.
Del teatro de sombras pasamos a la linterna mágica, y de ahí un recorrido que nos llevará por equipos o sistemas como Zootropos, Fenaquistiscopios, Praxinoscopios, Teatros Ópticos, Fusiles Fotográficos, Kinetoscopios, hasta el arribo del Cinematógrafo. La paternidad del invento final se otorga a los hermanos Lumière, aunque es posible entender un proceso en este teatro mecánico con varios actores. La primera sala adaptada para la exhibición como tal es de los Lumière, fechada en la capital de Francia en diciembre 28 de 1895, y ahí el público conoció la maravilla de compartir este aporte científico, como una nueva forma de diversión. En el mismo París se aprovecha la Exposición Universal de 1900 para presentar en pantallas gigantes el cine sonoro, a través del Biofonógrafo o Cineorama.
El sonido había sido también trabajado desde el punto científico, y el aspecto acústico de las películas fue analizado por Edison desde 1896 con su Kinetófono o Kinetofonógrafo. A partir de ello, la tecnología desarrollada por la óptica tendría otro aliado cuando el sonido se adjuntó a la imagen. El cine permitió la rápida comunicación de ideas e imágenes, tanto en tiempo como en geografía, y si bien tuvo una vida de 30 años en silencio, nunca fue mudo, las imágenes hablaban un lenguaje visual al que se agregó música como elemento de ambiente, o efectos sonoros que enriquecían la trama. El sonido arribó hasta 1926 y sorprendió al mundo en 1927 con la mítica película The Jazz Singer, en donde la música y los diálogos se incorporan a la trama del filme. Estas ediciones sonoras o sonorizadas dieron como resultado un nuevo adelanto y la acústica debió ser transportada a los salones cinematográficos.
Otra lucha más por el desarrollo técnico se dio en la pantalla, en ese fondo blanco que permitía la danza de luces y sombras. La pantalla fue desarrollada junto con el proyector cinematógrafo, y de esa conjunción aparecieron diversos esquemas de proyección e imagen. El Cinemascope era un sistema amplio en imagen y con sonido estereofónico de cuatro pistas magnéticas, o de sonido Óptico de una banda; el Cinerama era un sistema de tres proyectores de 35 mm., creando una imagen panorámica sobre una pantalla curva abarcando un ángulo de 140 grados, con sonido estereofónico de ocho pistas sincronizado con los proyectores (la sincronía no fue una cualidad en este sistema por lo que se transformó por otro de proyector único y película de 70 mm., con una abertura de 120 grados); los proyectores de 70 mm. manejaban un sistema de sonido estereofónico de seis pistas integrado; el D150 que partía del mismo principio que el sistema Todd AO, usado en 70 mm., pero contando con una pantalla 10 % más ancha; El IMAX es sin duda lo más sofisticado que se ha conseguido, y su principal característica es que las proyecciones se realizan sobre pantallas semiesféricas de gran formato, a partir de 9 imágenes de 35 mm., o de 3 imágenes verticales de 70 mm.
Los sistemas multimedia de nuestros días, aunado a los avances en el uso del equipo de cómputo, nos permiten vislumbrar aún más cambios en el futuro, y junto a los adelantos en sonido, con sistemas dolby, sensarround y otros, seguirán sorprendiendo a espectadores ante la ciencia y la técnica desarrollada por el ser humano, para el disfrute en la cinematografía.
Las casonas y los teatros ceden sus espacios a nuevos usos
Los primeros casos de apropiación de espacios que se dan en la época primigenia de las exhibiciones cinematográficas coinciden con los cambios que se estaban generando en las ciudades principales del país. A finales del XIX ya se vislumbran nuevos desarrollos y firmes expansiones urbanas, debido lo mismo a crecimientos y desplazamientos internos como a migraciones paulatinas, tanto de gente del campo como de extranjeros.
El resultado de ello son las nuevas colonias, pero también la consolidación de los centros urbanos existentes, incluidos los barrios tradicionales de las urbes. Las ciudades se van especializando y la sociedad reclama espacios para actividades comunitarias tales como la recreación. En esa época se dan cambios en los usos del suelo, así como el desplazamiento de gente del centro a la nueva periferia, modificando el carácter de ciertas zonas y edificaciones habitacionales, lo mismo grandes palacios, que casonas y casas de tipo popular.
Algunos de estos espacios fueron inmediatamente usados por una nueva estructura económica de carácter comercial, principalmente emigrantes europeos, que buscaba oportunidades de desarrollo, aprovechando ese desplazamiento civil. En ocasiones tal movimiento fue provocado por presiones económicas, y amparadas por el gobierno. Así, muchos comercios ocuparon viejas casonas de origen colonial, y en el momento de la llegada del cinematógrafo, la exhibición se apropió de locales, recintos, patios y salones.
Nace así el concepto del Salón Cinematográfico, siendo el primer registro de ello la casa utilizada por Salvador Toscano Barragán, en calle de Jesús María numero 17 de la capital de la república. Se abre ahí el Cinematógrafo Lumière, mismo que inaugura esa presencia que paulatinamente sucederá en otras ciudades, ya no a través de una exhibición aislada para la promoción o difusión de un invento, sino de proyecciones programadas y cotidianas, dándole al cinematógrafo su incorporación a la vida de la sociedad urbana.
Se estableció en estos cines el uso de diferentes salones, inclusive contaban con dos para la proyección simultánea, lo que permitía al público elegir la función deseada. La propuesta incluía su uso para variedades, complementada con otros espacios destinados a bailes y reuniones, lo que atrajo a la sociedad de la época, que podía divertirse con tal diversidad de actividades, complementada con salones de espejos y artefactos ópticos, o novedosas escaleras eléctricas. La solución del espacio central del salón partía de la distribución de sillas dispuestas a manera de lunetario, con dobles alturas enmarcadas por pasillos laterales en dos niveles, incluyendo la caseta de proyecciones.
Este cinematógrafo es sin duda el primer gran hito del nuevo espectáculo, no sin antes mencionar que otros salones generados en viejas casas también tuvieron cierto éxito, como fue el caso de la obra de Enrique Mouliniè y su Palacio Encantado en Ciudad de México, el Salón Verde de Jorge Stahl en Guadalajara, el Salón Rojo de los Morrison y Villagrán en Querétaro, y tantos otros pioneros de la exhibición. Las aportaciones van del uso de salones al de los patios de casas, cubriéndolos de la intemperie para tener mejores condiciones ambientales, dada la concentración de gente que asistía a las nuevas proyecciones.
Sin duda esta forma de apropiarse de las urbes daba al cinematógrafo un carácter popular, aun cuando estas exhibiciones, por su costo, no estaban al alcance de toda la población. Sin embargo, era una alternativa que permitió ganar más espacios en las ciudades y en el gusto de la gente.
Por otro lado, el teatro siempre ofreció al público urbano una importante variedad de espectáculos: ópera, drama y comedia, lo mismo que géneros chicos como la opereta y la zarzuela. Ocasionalmente se podía presentar ballet o danza, y en otros bailes regionales, e incluso funciones de circo; había conciertos y por supuesto, las populares tandas. Todas las ciudades tenían un teatro y en ellos el espectáculo era asegurado por una asistencia consuetudinaria. Los teatros principales de cada sitio arroparon tantas actividades, que se convirtieron en las casas de cultura más fuertes que ha tenido el país.
El arraigo de este tipo de recintos fue un atractivo para los empresarios que vieron en el cine un negocio y una opción para la recreación del pueblo. Así, las vistas que se presentaron en diferentes sitios en su etapa de experimentación, encontraron en el salón teatral el espacio adecuado para su exhibición. Muchos nombres como Lírico, Principal, Nacional, Apolo y tantos otros en muchas ciudades del país fueron convirtiéndose en sinónimo de cinematógrafo. Y si bien combinaban actividades, su uso fue preponderantemente para la presentación de ese nuevo espectáculo, sobre todo en la primera década de la llegada del invento.
El país vivió esta invasión aceptada del cine en el teatro, y de ello nos dan cuenta el Morelos en Aguascalientes, el Victoria en Durango, el Rubio en Mazatlán, el Juárez en Guanajuato, el Manuel Doblado en León, el Degollado en Guadalajara, el Macedonio Alcalá en Oaxaca, el República en Querétaro, el Xicohténcatl en Tlaxcala, el Rubio de Mazatlán o el Peón Contreras en Mérida. Y así como ellos, otros tantos en toda la república.
La importancia del incipiente ‘matrimonio’ entre teatro y cine se plantea de una manera clara cuando el arquitecto Adamo Boari propone la inclusión, en su proyecto de 1903 para el Teatro Nacional, de la cabina para la instalación del proyector cinematográfico como parte de la ambientación escénica de lo que posteriormente sería el Palacio de Bellas Artes. Este hecho, junto con las propuestas de los empresarios en los teatros existentes, generó cambios, como la implementación de las cabinas para el equipo proyector, conformando una opción para su funcionamiento. Estas permutas no siempre fueron bien aceptadas, y contaron con la opinión en contra de algunos empresarios teatrales, que veían perdido un espacio para su actividad.
Paulatinamente se da paso a la construcción de edificios de transición, con características multifuncionales, que irán generando una variación tipológica, como el caso de los llamados Teatro-Cines, que serán el antecedente directo del nuevo cinematógrafo. En ellos se hacía convivir a la proyección fílmica con otros eventos sociales, artísticos o festivos de gran importancia para la sociedad, recintos de la más diversa índole que abrieron el camino para el desarrollo del espectáculo. Desde ese momento aparecieron nombres que paulatinamente fueron cubriendo el panorama y el perfil urbano como Lux, Lumière, Royal, Edén, Paraíso, Encanto, Estrella y tantos nombres más arrancados por el cine de la bóveda celeste, para convertirse en tierra de las esperanzas humanas.
La sala cinematográfica perfila la ciudad
Quienes se atrevieron a atrapar este milagro de la ciencia, se encontraron con la demanda de un público que, en el ensueño puro, seguía toda innovación como algo maravilloso, milagroso, y por ello se debía asegurar que el espectador se mantuviera cautivo y cautivado. Los primeros salones formales fueron aceptados por ser inéditos dentro de la ciudad, pero fueron cuestionados cuanto empezaron a mostrar sus limitaciones. No habían sido arquitectos los primeros en llegar a esas soluciones, sino los empresarios, quienes en su afán de atraer gente recurrían a todas las tácticas posibles, obscureciendo habitaciones, cubriendo patios, armando carpas, usando las plazas, pidiendo prestados los teatros.
Pero llegó el momento que la concentración de gente requería de más atención y de más cuidados. No bastaba la buena intención, se requería de conocimiento, y los arquitectos en México no conocían aún las características de respuesta ante este nuevo requerimiento. Nació un nuevo tipo de edificio, que por novedoso tuvo que ir estructurándose con el tiempo. De esa primera época de contacto con el salón cinematográfico, los arquitectos armaron su propia experiencia, y con la práctica de otros profesionales, así como con la existencia de documentos que normaban o reglamentaban, paulatinamente se fueron desarrollando manuales, los primeros de los cuales llegaron del exterior.
Las crónicas de época en la primera etapa siempre hablaban de las deficiencias de estos coliseos, o en su defecto, de los grandes adelantos en cada nueva inauguración. En los espacios cerrados, el ambiente se caldeaba y el aire se enrarecía, por lo que se debía enfriar y limpiar, haciéndolo circular de manera tenue; la extracción de aire viciado y de humos no debía incomodar a los asistentes; la permanencia en un sitio pedía mejores locales sanitarios; la asistencia de mujeres y niños hacía de este espacio un lugar familiar, por lo que también había que considerar su presencia para tales servicios. La seguridad era imprescindible, por lo que los materiales usados debían ser resistentes al fuego, y tenía que contarse con extinguidores y conexiones para el equipo de bomberos; los pasillos debían ser anchos para permitir una fácil circulación y conexión con las salidas de emergencia, mismas que debían desembocar a puntos abiertos, generalmente exteriores.
La permanencia debía procurarle comodidad al espectador mientras esperaba, y cuando la función iniciaba, el sonido debía reproducirse con claridad, contando con los equipos adecuados, el trazo isóptico para la posición de las butacas debía permitir la completa visibilidad de todos y cada uno de los asistentes. Si a ello se agregaba mobiliario confortable, la respuesta de la gente era mejor. Así, la solución para estos espacios fue especializándose de tal manera que ya no era posible reducirlo a una pantalla, bancas y un equipo proyector. Si a esto agregamos toda la carga simbólica de la arquitectura, debía existir una propuesta plástica en donde el lenguaje formal también participaba de manera relevante.
No fueron los arquitectos los primeros en proponer soluciones para este espectáculo del siglo XX, pero sí encontraron ellos la mejor manera de aportar alternativas que cumplieran con todos los objetivos que de la arquitectura se espera. Se integraron a las ciudades, reprodujeron ambientes para que la recreación fuera completa, brindaron comodidad a los espectadores e hicieron partícipe de su propia vida la de toda la ciudad.
Mucha de la historia de la cinematografía puede entenderse en la propia historia de la sala que alberga la proyección; sus antecedentes son muy similares en búsquedas, intenciones y soluciones. Del concepto tradicional del teatro se bebe una suerte de elixir que permite ligar al ser humano y a la arquitectura en un ambiente de ensueño. Los recintos de recreación eran verdaderos espacios para la diversión, no solo por el espectáculo que se podía presenciar, sino por la convivencia social que permitía; lo mismo tratándose de teatros de revista o vodevil (vaudeville), que de los nuevos salones para el cine. El concepto cinematográfico es, particularmente desde los treinta, uno de los temas de arquitectura que más se desarrollan. Y este camino de búsqueda dio como resultado continuas propuestas tratando de conseguir nuevas y mejores soluciones, y en donde se conectaban las ideas de progreso con la presencia de valores dados por la tradición, con rasgos de identidad de un pasado propio. Para los años cuarenta se entendía que la construcción de cinematógrafos era un problema moderno que debía visualizarse y resolverse de acuerdo con las nuevas normas desarrolladas, donde el progreso en ocasiones se entendía como parte de una mística científica a la que solo había arribado el mundo contemporáneo.
Esta forma de aproximarse a la solución de la arquitectura para las salas cinematográficas permitió resolver correctamente muchos de los grandes salones, aspecto que paulatinamente se mostró en cambios formales, en donde el lenguaje plástico enfrentó retos acordes al desarrollo de cada tendencia o propuesta estilística. Cada nuevo cine era un portador de alternativas, no solo de las soluciones en boga, sino también aquellas que permitieron generar vanguardias en la arquitectura urbana. La vanguardia implicó en ocasiones convivir con historicismos que no respondían al momento de desarrollo de la arquitectura en general, pero que sí eran parte fundamental de estos salones, ya que esa visión no era retrógrada desde el punto de vista arquitectónico, sino fundamental para el lenguaje del cine: ¡la sala era el marco para la experiencia y goce cinematográfico!
Es así que las formas arquitectónicas y decorativas, entendidas como propuestas del lenguaje plástico, se ligaron a intenciones y valoraciones estéticas, para la ciudad, para la propia arquitectura, y para el ambiente creado hacia los espectadores. En la consolidación de estas soluciones, siempre se buscó un mejor resultado, el trabajo se hizo multidisciplinario, contando con el arquitecto como coordinador del proyecto y de la inserción urbana de la obra, además de un importante apoyo dado por las colaboraciones de ingenieros, decoradores, artistas plásticos, así como de especialistas artísticos, artesanales y técnicos.
La historia del arte y de la arquitectura no siempre les dio espacio en su narrativa a los arquitectos que participaron en la creación de cines, y si esto se hizo fue más por la relevancia de ciertos arquitectos, pero nunca por lo que este tipo de arquitectura significó. Algunos de estos autores dejaron amplia huella en el quehacer profesional, destacándose gente nacional como Carlos Crombè y en otra medida Francisco Serrano o extranjeros como S. Charle Lee. Su obra fue prolífica o detonadora de soluciones que se retomaban de manera amplia. Otros arquitectos que dejaron huella con sus propuestas son Alfredo Olagaray, Carlos Obregón Santacilia, Carlos Vergara, Enrique Carral, Félix T. Nuncio, Genaro Alcorta, Ignacio Capetillo y Servín, José Villagrán, Juan Segura, Juan Sordo Madaleno, Luis Barragán, Miguel y Eduardo Giralt, Pedro Gorozpe, y tanto otros que dieron sentido a una labor profesional en México, en ocasiones con aportaciones de otros John y Drew Eberson.
Los adelantos tecnológicos y las innovaciones van de la mano
El desarrollo en la arquitectura siempre ha tenido que ver con el avance de técnicas constructivas o de sistemas estructurales que permitan materializar las soluciones a cada propuesta o requerimiento social. Los materiales constructivos han sido una suerte de caminos o hilos conductores que han llevado las ideas del papel a los hechos. La presencia de cada nuevo edificio en la ciudad permitió que la experiencia de construir se convirtiera en un legado de inmenso valor.
En ese avance los partícipes fueron todos aquellos que generaban ideas que eran transmitidas a manos, que en una labor continua daban forma a cada pretensión, propuesta o sueño. Y ahí no solo estuvieron los arquitectos; a ellos se sumaron ingenieros, decoradores, artistas, escultores, constructores, carpinteros, canteros, herreros, albañiles, técnicos y operarios que dieron perfil a estas edificaciones. Ahí esta la diferencia entre el espacio adaptado, el jacalón o la carpa; para el verdadero salón cinematográfico se requirió hacer nueva arquitectura.
Así, la participación se daba desde la estructura, en pilotes y cimentaciones que requerían de especificaciones técnicas y constructivas claras, que fueron desarrolladas por empresas como ‘Cimentaciones y Construcciones’, en estructuras de hierro y acero que armaban el esqueleto de la arquitectura a la manera que lo hacía ‘Campos Hermanos’, o el trabajo en piedras, canteras y mármoles como los de ‘Adolfo Ponzanelli’, o los concretos y albañilería de ‘Bertrán Cusine’, así como los anuncios y rótulos de neón de ‘Carlos Ayala’, o los aparatos de ventilación como los de ‘B. F. Sturtevant Co.’ de Boston, o los materiales acústicos de ‘National Gypsum & Co.’ de Alabama, o los equipos de sonido y proyección de ‘Western Electric Company of México’, o … tantas personas y empresas que a lo largo de la historia han sido parte de la materialización de estas fábricas de sueños.
La construcción, no por técnica deja de ser armoniosa, la pasión del constructor no se aleja del resultado de un creador, aun cuando el proceso marca diferencia entre el arte y la técnica, finalmente el camino que se anda lleva a resultados: la monotonía de una construcción será la voz de fondo, el coro de una nueva pieza arquitectónica. A los kilos, toneladas, metros cuadrados, pesos y cargas, se le suman armaduras, trabes, losas, vigas y columnas. ¿Quién, sentado en su butaca sea en patio o galería, pensará jamás en la magia del equilibrio que la construcción permite? ¿Quién pensará en la estructura que soporta no solo el peso sino aun la magia y el ensueño? La solidez y longevidad se ven tan naturales que no son cuestionadas mas allá de la apariencia, y sin embargo alguien lo hizo, alguien pensó, proyectó y construyó, y al hacerlo imaginó la visión última, la del espectador disfrutando de una película en pantalla, abrigado por la envolvente misteriosa de un palacio de la imagen.
Las técnicas en la construcción se han desarrollado, esto ha significado llegar a criterios de sencillez, estandarización y prefabricación. La secuencia de una construcción llevó en su momento a la apropiación de los prefabricados como un medio de acelerar los procesos constructivos. Y eso son las armaduras metálicas que nos llegan del vecino del norte en el periodo de la segunda posguerra, las llamadas estructuras hangar, armazones de rápida utilización, que modificaron las formas de los espacios en la arquitectura. Si en algún momento los primeros y segundos niveles de una sala desaparecieron, esto sucedió por la aparición de estas estructuras que generaban una gran nave, y lunetario continuo tipo estadio, iniciando el fin de la época de anfiteatros y galerías.
Piedras, concretos, aceros, cables, plafones, yesos y luces, materiales de un proceso que termina en arquitectura; arquitectura que daba cobijo de la gente; personas que compartían sueños y sentimientos en un rato de oscuridad; esa oscuridad que sirvió de fondo a las creaciones de la luz. Si la arquitectura de algo se puede vanagloriar es por haber creado los recintos que han albergado a lo largo de la historia humana, no solo las actividades vitales de la gente, sino también el haber permitido gozar en muy diversas maneras las creaciones del propio hombre.
El escenario arquitectónico también se viste
La “puesta en escena” de las salas cinematográficas a través de su decoración, mobiliario, iluminación, además de la película exhibida, era un auténtico espectáculo para los numerosos espectadores, sobre todo en el periodo ecléctico escenográfico de los grandes cines. El proyecto arquitectónico de un recinto de estas características implicó la confluencia multidisciplinaria de arquitectos, ingenieros, decoradores, artistas plásticos y artesanos. Tarea compleja donde el diseñador, como director de escena iba planeando cada una de las etapas del proceso. En ello, el papel del decorador fue tan importante, justo como la de un director artístico de una producción cinematográfica, trabajo realizado algunas veces por la misma persona; como sucedió con Manuel Fontanals, escenógrafo de muchas películas, además de decorador del cine Ópera en la Ciudad de México, o Aurelio G. D. Mendoza, que de su ámbito teatral pasó al arquitectónico en el Metropólitan.
“Vestir” los espacios arquitectónicos con elementos decorativos en pisos, muros, plafones, bocaescenas o marquesinas fue una tarea muy rica y valiosa para sus autores, donde se buscaba relacionarse con el estilo arquitectónico del edificio, con el nombre del cine y con el esplendor que se quería plasmar en esos espacios. Lo mismo sucedía con el mobiliario, el cual tenía que entonar con el resto, a través de materiales, colores, texturas y estilo. Lámparas, candiles, consolas, sillones, espejos, barandales, vitrinas, fuentes, jardineras, eran tantos los problemas de diseño y su concreción material que había que resolver, que apenas una adecuada coordinación del “director de escena”, es decir el arquitecto, aquello podía tener homogeneidad.
En el segundo periodo del esplendor de las salas cinematográficas, el sobrio funcionalista, aunque lo recargado se pierde, la decoración y mobiliario siguen teniendo un papel determinante, en la ambientación de aquellos cines modernos de los años cincuenta y sesenta. El barroquismo y exotismo de las dos décadas anteriores, se sustituye por líneas abstractas y geométricas que en telones, murales, alfombras y cortinas dan una nueva imagen de elegancia a esos recintos de la recreación popular. Espejos, sillones de formas aerodinámicas, iluminación indirecta y a lo largo de los paramentos, plásticos sobre muros o aislados, esculturas y cascadas en vestíbulos y salas de proyección, son algunas de las aportaciones y búsquedas de esta etapa, en la ambientación de los cines en México.
Las artes plásticas del movimiento moderno también dejaron su presencia en murales, obras escultóricas y telones de enorme calidad, permitiendo que el periodo de transición de la arquitectura de los cines no perdiera ese carácter lúdico tan importante. Carlos Mérida, Felguérez, Prats, Octavio Ríos, entre otros, aportaron ese legado artístico tan relevante en los últimos grandes palacios.
El cinematógrafo es eminentemente urbano
La explosión de la cinematografía como medio de comunicación en la sociedad se complementó con la edificación de salas para la exhibición. Ellas fueron partícipes de la evolución urbana, de las relaciones sociales y arquitectónicas, y lograron establecerse como elementos de referencia en las ciudades. Esto sucedió tanto en zonas consolidadas históricamente, como en los nuevos crecimientos propios de las ciudades del siglo XX. Este desarrollo urbano fue uno de los signos de modernidad, progreso generado a partir de los procesos de industrialización, mismos que permitieron avances económicos en algunos sectores y regiones del país, consolidando las ciudades más importantes a partir de la década de los treinta. En los inicios de la floreciente época de la comunicación, los salones para el cinematógrafo se convirtieron en símbolos urbanos especialmente valorados por la sociedad.
Si participamos de los más importantes casos en el país, ciudades como Monterrey, Guadalajara, Mérida, Puebla, Veracruz, Oaxaca, entre otras, mostraron en su desarrollo una constante aparición de salones que daban a la vida urbana un carácter particular. Asimismo, el emplazamiento de los cines en barrios tradicionales potenció las relaciones sociales en el marco de la recreación. Es ahí donde se generaron los mejores ejemplos de estos colosales recintos, a veces ambientados como recreaciones de palacios, usando los más variados lenguajes, generando así una forma renovada de sentir a la cinematografía.
Sin duda la Ciudad de México fue el detonador para la construcción de estos locales; la centralización que el esquema de desarrollo iba proponiendo, hacía de este núcleo federal un punto de concentración de utopías, ideas e intenciones. Es así que en la metrópoli capitalina se dieron casos de la más variada índole, generándose regiones o sectores urbanos de interés, en donde los cines estuvieron presentes de manera particular. A la tradicional condición del centro y su vida socioeconómica y de asiento religioso y político, se sumaba la de los barrios y sus propios ‘templos laicos’, y las nuevas colonias que incluían su cine.
Con todo, nuevos puntos de la ciudad se fueron consolidando como puntos rectores. Los viejos paseos, tanto parques como caminos, tomaron posición en la ciudad, y aun las plazas recobraron un papel importante. La Alameda Central y el Paseo de la Reforma en el Distrito Federal, los paseos y plazas de Guadalajara, Mérida, San Luis Potosí, Querétaro, Monterrey, etc., recibieron ampliamente a los salones cinematográficos, y en su entorno se construyeron los más importantes, tomando un papel protagónico en la ciudad.
La fiebre edificadora recorrió muchas ciudades y este tipo de arquitectura se convirtió en el punto detonador de valores y modas que se retomaron en toda la república, generándose una verdadera catarata de salones cinematográficos, que no solo bordaron el perfil de urbes grandes, sino también de medianas y pequeñas, inclusive de algunos poblados que se enriquecieron con la presencia de esta forma social de convivir. La sala cinematográfica fue más que un receptor, o mucho más que un contenedor de gente, fue un detonador de vida en las ciudades.
Solo entendiendo el fenómeno de las ciudades se puede comprender la edificación de cines de tan amplia capacidad, y cada caso representó no solo un reto técnico, por recibir grandes cantidades de personas, sino por el compromiso de solucionar correctamente tales recintos. Las salas de grandes capacidades se construyeron en todos los estados y ellas fueron encabezadas por las 7 500 butacas del Florida en la Ciudad de México, 6 000 del Coliseo de Monterrey, 5 300 del Coliseo de León, 5 165 del Park en Guadalajara, 4 500 del Tropical en Nuevo Laredo, 4 361 del Coliseo en Puebla, 4 104 del Royal en Torreón, o las 4 000 del Colonial de Aguascalientes o del Alameda de San Luis Potosí. Palacios que albergaban a mundos completos, que hacinaban gente, sueños e imágenes en una saturación compartida, pocas veces vista.
La arquitectura en las ciudades le debe al salón cinematográfico la coherencia de los espacios públicos entendidos por esa gran presencia, por su impacto visual, por ser referencia urbana y social obligada. Esta forma de leer y proponer arquitectura es algo que cada vez se entiende menos y se pierde más, la obra material es parte hoy de una mimesis minimalista que representa la dinámica de la ciudad moderna. La arquitectura es una forma de reflexión para ver cómo soluciona la sociedad sus requerimientos de vida, trabajo y recreación, y el papel que juegan los especialistas, entre ellos los arquitectos, como organizadores de espacios que tengan la posibilidad de resolver las más variadas necesidades de esa sociedad a la que sirven.
La extraordinaria explosión y masificación
De 1930 a 1970, la construcción de grandes salas cinematográficas en el país fue constante por su demanda social, al ser uno de los entretenimientos más populares en la época y con esto, representar un negocio redituable para sus propietarios. A principios de los años treinta el cine ya era sonoro y su audiencia quedaba satisfecha exclusivamente con su arte, es decir las proyecciones ya no se compartían con otros entretenimientos, como el teatro y la música. Es así que se consolida el género arquitectónico, adquiriendo a partir de entonces una personalidad propia y de carácter urbano.
La arquitectura de los cines adquiere proporciones monumentales, como una de las principales protagonistas de la modernidad. Su ubicación, generalmente céntrica, propicia una competencia, a veces no muy leal, con viejas estructuras coloniales o del siglo XIX en varias ciudades del país. Fachadas que sobrepasan los 30 metros de altura, o profundidades de terreno y volumen que llegan a los 60 o 70 metros, no podían pasar desapercibidos en el paisaje urbano.
Al abordar estos cuarenta años de esplendor en las grandes salas cinematográficas del país, se pueden establecer dos periodos significativos; de 1930 a 1950, denominado ecléctico escenográfico y el de 1951 a 1970, llamado sobrio funcionalista. Dicha clasificación más cercana a las características formales de los cines, no obstante, no deja de lado el desarrollo de los espacios, la función y la tecnología de estos edificios, tan representativos en su momento.
El espectáculo empezaba desde la calle, planteaba el arquitecto de cines norteamericano Charles Lee, y continuaba en los grandes vestíbulos y salas de proyección. Es decir, los propietarios y constructores de estos palacios de la cinematografía, no se conformaban con ofrecer los estrenos de filmes más llamativos, sino que creaban un ambiente alterno donde el espectador gozaba de decoraciones palaciegas, exóticas o de tintes coloniales, las cuales adornaban los espacios y fachadas, no menos espectaculares.
Si Hollywood creaba sus primeras superproducciones, y el cine nacional se consolidaba como industria de alcances continentales, los espacios de exhibición tenían que corresponder a ese auge del mayor entretenimiento social del momento. Grandes marquesinas y anuncios bandera visibles a gran distancia se expresaban de manera dual tanto de día como de noche, los juegos de luces enmarcaban las carteleras de las películas en exhibición, y las colas y multitudes completaban ese escenario urbano de arquitectura y pueblo. En los años treinta el nuevo género arquitectónico define sus propias pautas.
El desarrollo del tipo arquitectónico CINE, implicó en primera instancia mantener la herencia teatral en cuanto a la disposición del espacio interior, dividido en lunetario, anfiteatro y en algunos casos galería, también, el abocinamiento que enmarcaba el escenario en los viejos teatros, se retoma, aunque ahora para enfatizar una pantalla. No obstante, los palcos laterales, usados todavía en algunos cines de los años treinta, para la década siguiente fueron desapareciendo. Los aforos se acrecentaron de manera considerable; de un promedio de 1400 asientos en los años veinte, en los treinta sube a 2 500 aunque con casos extremos de cines con más de 5 000 butacas. La presencia imponente de estos recintos es constante por las siguientes tres décadas.
Así, del primer periodo de esplendor, ecléctico escenográfico, donde la ambientación, elocuencia y espectacularidad de los espacios fue el sello más importante; se pasó a otro sobrio funcionalista, donde sin perder monumentalidad espacial, los cines aportaron su impronta a la modernidad arquitectónica internacional. De la fantasía de los decorados, de lo recargado y kitsch de los ornamentos, se llegó a la elegancia y sutileza de la iluminación, así como a la incorporación de una plástica, que en vestíbulos, telones y murales, propiciaba la admiración de los espectadores.
En las décadas cincuenta y sesenta, las salas cinematográficas incorporaron tecnologías de proyección y sonido de avanzada. Sin embargo, el esplendor de estos palacios también tiene que ver, con su proliferación urbana; los cines de barrio, aunque menos espectaculares en sus diseños, eran centros de recreación social por excelencia. Con todo, el sueño terminó y finales de los años sesenta y principios de los setenta, la televisión por un lado y el video por otro, así como el surgimiento de los multicinemas, propiciaron entre otros factores, el inicio de la decadencia de estos palacios de la imagen.
El principio del fin, hacia una nueva experiencia de ver cine
Los años sesenta para la arquitectura de los cines significaron la realización de las últimas grandes salas, espectaculares espacialmente, así como eficientes en su funcionamiento e innovadoras en su proyección. Cines como el Diana, Manacar, Tlatelolco y Futurama en la Ciudad de México o el Diana de Guadalajara, son ejemplos de un concepto arquitectónico que mantiene una tradición de espacio masivo, pero a la vez se renueva al introducir servicios complementarios, como restaurantes, diversos locales comerciales y estacionamiento. Sin embargo, de los años setenta a la fecha, la construcción de cines ha ido transformándose de la sala única y aislada, a los multicinemas y complejos múltiplex ligados a grandes centros comerciales. Revisemos, qué ha sucedido en este proceso en cuanto a la aportación arquitectónica, y el impacto de los fenómenos urbanos de estos tiempos.
Televisión y expansión urbana, fueron dos factores que afectaron a los viejos salones de cine en esa primera etapa de declive. La pantalla chica en los años sesenta, empezó a ser un objeto alternativo para la recreación familiar, además del crecimiento de las ciudades, donde la población de sus periferias poco a poco dejó de ir a los centros urbanos. Para dichas expansiones, los inversionistas privados y algunas veces las autoridades dotaron de servicios locales, como pequeños centros comerciales o mercados públicos, para evitar largos desplazamientos. De esta manera, los pocos cines que se construyeron para la década de los sesenta, para disminuir la competencia de la televisión y justificar el que sus usuarios hicieran grandes recorridos desde sus casas, tuvieron que dotarse de atractivos extras para no perder público. Tal esfuerzo rindió sus frutos cuando los grandes estrenos de la época como: Espartaco, Cleopatra, La Novicia Rebelde o El Graduado se realizaron en estos nuevos cines equipados con aparatos muy sofisticados de proyección y sonido. La vigencia de la gran sala era todavía contundente.
No obstante, para finales de esa década rockera y de desencantos juveniles, se introdujo en México el concepto de centro comercial tipo “mall”, de origen estadounidense, en el cual, las tiendas “ancla” se ligaban a través de pasajes y plazas interiores, donde locales comerciales, restaurantes, estacionamientos y cines, entre otros atractivos, propiciaban una vida de relación y consumo a gran escala. El concepto se expande en la siguiente década, pero si todavía en su origen esos complejos incorporaron un gran cine como propuesta de recreación masiva, poco tiempo después se introducen los multicinemas, como la opción que genera en el mismo espacio hasta 5 posibilidades de programación cinematográfica. Dicho concepto, introducido en México por la empresa michoacana Organización Ramírez, tuvo gran éxito de público, en menoscabo de las grandes salas que empiezan a perder clientela. La propuesta arquitectónica de los multicinemas es mínima, puesto que solo plantea un contenedor para pequeñas salas, una dulcería central y servicios sanitarios. Todo se reduce; pantalla, capacidades, vestíbulos, presencia urbana y dignidad arquitectónica.
En los años setenta, las salas aisladas que se construyen son las menos y tienen menor capacidad y cualidades arquitectónicas. Sin embargo, entre ellas hubo las que por lo menos en cuanto a su programación, intentaron ofrecer cine de calidad, como fueron las Salas de Arte de Gustavo Alatriste. Dicha alternativa terminaría por fracasar, pero la posibilidad de ver buen cine se mantuvo en los circuitos universitarios, como los de la UNAM en el D. F. y algunas instituciones de educación superior y casas de cultura en el resto del país. Otra opción en este mismo sentido ha sido la Cineteca Nacional, la cual después del incendio de su primera sede, se instaló en lo que fuera la Plaza de los Compositores en la Avenida Cuauhtémoc, al sur de la ciudad de México. De estos recintos, que desde los años ochenta son la opción para el buen cinéfilo, cabe destacar que, por sus características de oferta cultural, en sus espacios se integran además de estacionamientos y cafeterías, librerías, bibliotecas y galerías de arte, sino es que, como el Centro Cultural Universitario de la UNAM, hasta teatros y salas de conciertos.
En la última década del siglo XX, a nivel mundial la exhibición cinematográfica tiene un repunte a través de complejos de empresas trasnacionales, tales como Cinemark Theaters o United Artists, mixtas como Cinemex, o nacionales como Cinépolis y Cinemas Lumiere. Su expansión en México desde 1995, ha sido impresionante, lo que ha propiciado un incremento de salas de cine, tal como sucedió 40 años atrás, salvo que un concepto de recreación social y arquitectónico completamente distinto. De los grandes palacios cinematográficos de los años cuarenta, identificados con los centros de ciudad y barrios, se llega a los enormes contenedores comerciales, donde las salas de cine son otras más de las posibilidades de esos nuevos núcleos urbanos, donde el consumo y la estandarización privan sobre las cualidades de los espacios arquitectónicos.
El ocaso del palacio, la llegada del múltiplex
A principios del siglo XXI, y a 100 años de los primeros ejemplos de arquitectura para la exhibición cinematográfica, México sufrió las más grandes transformaciones de toda su historia, las ciudades crecieron de una manera impresionante bajo impulsos de progreso y urbanización. La población saturó los centros urbanos, generando conflictos y dicotomías entre el campo y las ciudades, con la correspondiente migración, las cuales resintieron el cambio brusco de su ambiente rural por la explosión demográfica y de urbanización. La movilidad social hacia las ciudades más importantes después de la revolución armada, tomaron por sorpresa a gobiernos que no pudieron controlar ese desarrollo no planeado, mismo que significaba un despoblamiento del campo ya que la gente buscaba oportunidades en las urbes.
Ese panorama urbano y social se combina con fuertes movimientos de capital, por lo que la economía es elemento determinante en los procesos de crecimiento, desarrollo y planeación, cambiando las estructuras político – administrativas. Así, se van creando movimientos sociales y culturales que se muestran de las más variadas formas. En ese panorama se inserta la industria cinematográfica y la arquitectura, junto con otras variables que van conformando a la nueva sociedad mexicana.
Algo que puede caracterizar al siglo XX es la aparición y casi desaparición de uno de sus géneros arquitectónicos más representativos: la sala cinematográfica. Los momentos de inquietud social, pero también de euforia que significan los cambios de siglo, y no se diga de milenio, hace 100 años significaron la alegría de un nuevo entretenimiento, el cine, y fue tanto el gusto y el éxito, que se tuvo que desarrollar una tipología particular, la de los cines. Sin embargo, su máximo esplendor tan solo duro en México, cuando mucho 40 años, de 1930 a 1970. El hombre de este principio de siglo está tan ocupado en la velocidad de la comunicación, que es incapaz de detenerse y observar las cualidades de su patrimonio cultural, cercano y contemporáneo.
El siglo XXI parece aceptar y aprobar los complejos comerciales, como nuevos núcleos urbanos de relación social, delirantes ante el consumo y ansiosos por transformarse ante la mínima y provocadora novedad, particularmente en esta era cibernética. Sin embargo, no todo es alta tecnología en los procesos sociales y culturales de este nuevo siglo, mucho menos para un país como México. Vivimos una crisis económica, ya de varios años, que ha generado una descomposición social de magnitudes preocupantes, por lo que el Estado y la sociedad no pueden darse el lujo de dilapidar recursos.
La conciencia de un desarrollo sostenible llega ya a niveles de asumir como fundamental los procesos de reutilización y reciclaje de las preexistencias, no solo de desechos, sino también de estructuras aparentemente obsoletas, como pueden verse las antiguas salas cinematográficas. Su permanencia como referente y valor cultural de una época, parece ser argumento suficiente, sin embargo, en la práctica no lo es. La arquitectura de todos los tiempos es un recurso cultural y, como los recursos naturales, tampoco son renovables, por lo tanto, si se mantienen y aprovechan, se posibilita el equilibrio entre los sistemas sociales y los económicos.
El panorama actual nos muestra que ante la llegada de nuevas formas de exhibición cinematográfica, en donde se concentran varias salas en un solo espacio y se integran a conjuntos comerciales, la velocidad en que están desapareciendo los viejos cines es impresionante. A nivel nacional, ya sea por su poca rentabilidad o por otras ofertas de recreación como el video, el DVD, la computación y la señal satelital, tanto el cine de Barrio como el Palacio Cinematográfico y la sala de exhibición tradicional están en un proceso crítico y se presagia su total desaparición.
Los pocos y pequeños signos de esperanza de que algunos de los viejos palacios de la imagen en movimiento, que aún quedan en el territorio nacional, puedan sobrevivir como espacios de entretenimiento se dan aisladamente. Casos como el Teatro Metropólitan de la Ciudad de México, donde la iniciativa privada ha invertido en la recuperación de antiguo recinto como centro de espectáculos. También la sociedad civil ha procurado la conservación de algunos cines como el caso del proceso de rescate en el Isauro Martínez de Torreón, Coahuila. La voluntad política y de perspectiva cultural permite asumir el rescate integral del Teatro Alameda de San Luis Potosí o el buen trabajo hecho ya en el Teatro Mérida, en la ciudad capital de Yucatán. Este compromiso que algunos actores de la sociedad han tomado, debe ser incentivado por las propias autoridades de gobierno y de la cultura del país. El panorama que ahora se muestra es pertinente en la medida que se puedan mantener en uso estos edificios del siglo XX.
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