Publicado en el: Diccionario del Cine Español e Iberomaericano, España, Portugal y América. (2012)
(Coordinación México, Perla Ciuk)
Los años locos
Como lo sabe cualquier cineasta independiente, sin distribución una película no existe más que para el equipo que la hizo. Y nació inmediatamente después de mostrado el Cinematógrafo en París: la operación de venta del invento por cuenta de los hermanos Lumiére en todo el mundo tiene esos rasgos de aventura global tan del siglo XIX dignos de Julio Verne. El caso es que el 24 de julio de 1896, desembarcaban en Veracruz, Gabriel Veyre y Claude Bon Bernard, concesionarios de la casa Lumiére para México, Venezuela, las Guayanas y las Antillas. La presentación del invento fue tan exitosa que, una vez adquirido el Cinematógrafo por los primeros exhibidores mexicano, se vio la necesidad de establecer vías de adquisición de “vistas” nuevas, que renovaran el interés del público.
El camino más directo era embarcarse hasta Marsella o Nueva York, como lo hicieron los primeros exhibidores, aunque en 1898 ya Brígida González viuda de Alcalde, y su hijo Jorge, tienen un visionario negocio de importación de películas europeas y norteamericanas (compradas a la Lubin de Filadelfia, que surtirá en las siguientes dos décadas a los distribuidores mexicanos); su actividad se extiende hasta 1906. Ese mismo año encontramos ya las primeras casas distribuidoras en forma: la Mexican National Phonograph Co., dedicada a importar el material de la casa Edison, la Casa Pathé Freres, que traía la creciente producción francesa, y el mexicano Jorge A. Alcalde, quien continuó el negocio de su madre adquiriendo a todas las casas disponibles, fueran la Pathé o la Gaumont, American Vitagraph o American Mutoscope, e incluso las británicas Urban Trading Co. y Warwick Trading Co. La actividad de Alcalde le ganó una breve guerra con la Casa Pathé, que descubrió que su casa matriz vendía a quien se le apareciera, sin importar la existencia de sus sucursales.
En 1907, Lillo, García y Compañía se especializaban en las películas italianas de la casa Cines y las alemanas de Corazón. Se puede decir que, durante los últimos años del porfiriato y primeros del cine, los mexicanos, al menos en las ciudades grandes, estuvieron muy al corriente de las novedades. Las contadas películas mexicanas debían distribuirse directamente con el exhibidor; en 1906 se consignan 26 cortos, a veces con un título más largo que su contenido (Una fiesta popular en los llanos de Anzures, reparto de barbacoa y comida al aire libre) y una sola película larga, la primera en la historia, Viaje a Yucatán, filmada por Salvador Toscano y que detallaba la gira de Porfirio Díaz a la península, desde su salida de la Ciudad de México hasta su reembarco en Campeche.
La revolución iniciada en noviembre de 1910 pone en una crisis muy seria a la distribución de material extranjero, pero, al mismo tiempo, la atención del país se orienta a las películas que informan sobre las acciones bélicas que van a marcar la vida nacional durante los siguientes 7 años. Los exhibidores se verán, hacia 1916, en la necesidad de reestrenar las películas italianas y norteamericanas que tenían en bodega en años anteriores, toda vez que, para colmo, los países enfrascados en la Guerra Mundial eran, precisamente, quienes habían enviado antes la mayor cantidad de películas y ahora habían reducido su producción y exportación de manera alarmante. Pero en ese lapso, madurará como empresario cinematográfico el español Germán Camus, quien en 1909 fundara con un socio la casa Navascués y Camus. Cuando el país entra en una calma relativa, después de firmada la Constitución de 1917, Camus va a ser la pieza central para la entrada a México del expresionismo alemán y las cintas de Pola Negri, lo que le traería hacia 1920 un pleito legal con la UFA, recién instalada en México. Con la nueva década, Camus se orientó a la producción de cine.
Y es que a finales de los 10s, el ambiente había cambiado con velocidad: las distribuidoras norteamericanas se habían empezado a instalar, empezando con la International Pictures, propiedad de un exhibidor mexicano, Juan de la C. Alarcón, radicado en El Paso, Texas, la Universal y la Fox. No era sólo un afán de conquistar un territorio que las deterioradas industrias cinematográficas europeas habían dejado sin atender, sino combatir un fenómeno que volvería a azotar al cine norteamericano 80 años después: la piratería.
Una empresa cubana, Álvarez, Arredondo y Cía., ponía a disposición de los exhibidores mexicanos películas originalmente adquiridas para consumo local en la isla, a precios muy inferiores a los que daban los distribuidores oficiales; fue la bendición de los exhibidores pequeños, tanto durante una Guerra Mundial que les restringió el acceso a películas nuevas, como después, cuando el gusto del público se inclinaba por el cine norteamericano. La situación salió a la luz en 1919, cuando se exhibió en la Ciudad de México, Intolerancia de David Wark Griffith, en copia ilegal, ante la indignación del representante legal de las cintas del director en México.
En los siguientes meses, la lucha entre representantes y quienes adquirían las cintas por medio de Álvarez y Arredondo se encarnizó en vericuetos legales donde ambos bandos presentaban facturas, pagos y demás trámites cumplidos o por cumplir. La solución natural fue el establecimiento de distribuidoras de cine extranjero en toda forma. Los cineastas mexicanos, durante los años 20, no gozarían del favor de esas casas y cada uno se las arreglaría para distribuir sus películas como pudiera. En 1928, ya estaban en pleno funcionamiento la Fox, Paramount, United Artist y Universal; el benemérito Camus traía, por su parte, El mago encantado de Oz y El correo de la muerte con Monte Blue.
Los años de la supervivencia
La llegada del cine sonoro abrió las puertas a la Warner Bros. y en la siguiente década también llegaría la Columbia, cuyos orígenes en 1924 habían sido más bien humildes, lo que explica su ausencia en el panorama internacional hasta los 30. Y la existencia en firme del cine sonoro mexicano, desde 1931, generó el entusiasmo y la necesidad de distribuir siguiendo, en lo posible, los esquemas norteamericanos. Así, será común que
la casa productora se encargue de la distribución, como Cinematográfica Mexicana (El anónimo, El prisionero 13, Su última canción, El héroe de Nacozari), mientras los hermanos Juan y Jorge Pezet crean Film Exchange, que lo mismo distribuye películas alemanas como Muchachas de uniforme que, El tigre de Yautepec de Fernando de Fuentes, Gonzalo Varela es el primero que se especializa en la distribución y abre sucursales en prácticamente toda América latina y en Estados Unidos (Los Ángeles) y Miguel Contreras Torres consigue que la Columbia distribuya en el continente sus películas.
Después de los balbuceos inestables de la época silente, el primer cine sonoro mexicano es una moneda en el aire; la producción aumenta con entusiasmo de un año al otro, pero su distribución no encuentra una forma precisa, sobre todo enfrentado a las maquinarias inmensas de las distribuidoras extranjeras y su capacidad de promoción; no hay estrellas, la factura es deficiente y los ingresos en taquilla inseguros, aunque se han dado milagros, como que Santa (1931, Antonio Moreno) que costó 125 mil pesos, hizo en su temporada de estreno en la Ciudad de México 48 mil, pero de su distribución en el extranjero regresó con 400 mil y, al revés, la cinta de terror La llorona (1933, Ramón Peón), que costó 75 mil pesos, diera 183 mil en su exhibición en el país, y sólo 50 mil en el extranjero; La Calandria (1933, Fernando de Fuentes) es la primera que revela cifras por país específico: en Estados Unidos hizo 3 mil dólares; en Cuba y Puerto Rico otros 2 mil, mil más en cinco plazas de Centroamérica y 60 mil pesetas en España. Había razones para un optimismo moderado, que quedaría atrás luego del éxito internacional de Allá en el rancho Grande (1936, De Fuentes) y la veloz crisis que supuso, dos años después, el rechazo en todo el continente de las poco imaginativas 38 películas de charros cantores hechos a imagen y semejanza de la de De Fuentes.
En 1940 había 37 distribuidoras instaladas en la ciudad de México; además de las representantes de los grandes estudios de Hollywood, había pequeños distribuidores especializados: Jacques Gelman, quien después sería el socio de Mario Moreno Cantinflas, importaba lo mejor del cine francés (Un carnet de baile, La gran ilusión, La Marsellesa, La mujer del panadero) por medio de Film Trust Co., aunque el mismo fin tenían Franco Films y Lux Films y, por medio de su nieto Sabino, la venerable Germán Camus y Cia; del cine italiano se encargaba Latin Art Cinema, entidad manejada directamente por el gobierno mussoliniano; el alemán era, igualmente, asunto de la UFA por medio de una Compañía Importadora de Películas y el español llegaba por medio de una enigmática CIFESA dirigida por Justo Aznar y Victoria Films, a cargo de un tal Rafael Arzoz; esto tenía su relevancia, dado que en los 30 se habían visto 31 películas españolas en México (ocupando el sexto lugar por nacionalidades en pantalla) y Carmen la de Triana (1938, Florian Rey) fue la cinta extranjera de mayor permanencia en la década (siete semanas en su sala de estreno).
Los años de auge
Lo más importante, sin embargo, es la abundancia de distribuidoras ya entregadas a manejar cine mexicano, como Films Mundiales, Grovas y Cia, Hermanos Soria, Mier y Cia, Iracheta y Elvira, más muchos productores (Raúl de Anda, Raphael J. Sevilla, Contreras Torres, el cubano Ramón Pereda) que se movían por su lado, tratando directamente con los exhibidores. Un paso importantísimo en la difusión del cine mexicano es la creación de Azteca Films, empresa de mexicanos instalados en El Paso, Texas, y que distribuirá a Los Ángeles, San Antonio y Nueva York, para la población hispano parlante, que en las siguientes décadas crecerá en progresión geométrica.
El estallido de la guerra, y la declaración de estado de guerra de México contra las naciones del Eje, cambió de modo sustancial el panorama; así como la alianza estratégica de México con Estados Unidos se materializó en un trato privilegiado a la actividad cinematográfica, los cines de los países beligerantes desaparecieron con sus respectivas distribuidoras (la alemana y la italiana por decreto gubernamental en contra de las empresas de naciones enemigas) y, como pasara al final de la primera Guerra Mundial, para 1945 el predominio de las distribuidoras norteamericanas era total.
Pero la producción mexicana había crecido; el cine mexicano dominaba el mercado de habla española en todo el mundo, la calidad de su factura era, en muchos casos, semejante a la norteamericana, y sus estrellas (Cantinflas, Jorge Negrete, María Félix, Pedro Armendáriz, Pedro Infante) eran un imán para millones de espectadores. Precisamente al aprovechar ese naciente star system y la res de distribuidoras en América Latina y España, pudieron los productores capitalizarse aún antes de filmar, por la vía de anticipos: bastaba con prometer una película con la estrella de mayor éxito en esa temporada, para recibir por adelantado un porcentaje de las posibles ganancias. Era imposible imaginar mayor confianza financiera.
A los distribuidores ya establecidos para el cine mexicano, se agregó, en 1947,
Películas Nacionales. La empresa fue una de las primeras manifestaciones del Banco Nacional Cinematográfico, institución creada en 1942 para apoyar financieramente a la producción, pero que inició sus actividades en forma precisamente en 1947. Por un lado, inició la centralización de la distribución del cine mexicano en una sola empresa con presencia del gobierno y de los productores; por otra, concedía créditos a los productores sobre futuros ingresos de sus películas; el poder sobre los productores creció de manera gradual, crean una falsa seguridad financiera (los productores también acudían por crédito directamente al Banco Cinematográfico) que sería una de las muchas causas de la crisis de calidad del cine en las décadas siguientes. Para exportar las películas, se creó Películas Mexicanas, a la que acompañó durante algunos años Cinematográfica Mexicana Exportadora; la primera tenía presencia en toda América Latina y España, mientras la segunda operaba en Estados Unidos y Europa (París, Madrid, Munich y Roma).
Mientras la producción mantenía sus cuotas de calidad y cantidad (cerca de 100 películas por año, frecuentes obras mayores de cineastas como Roberto Gavaldón o Luis Buñuel y una creciente producción de cintas de corte popular) la situación parecía de lo más saludable. Pero las competencias crecientes de otras cinematografías, desde un Hollywood que reaccionaba contra la televisión y los cines europeos, hasta los cines español y argentino que empezaban a disputarle sus territorios, hizo que a principios de los 60 se lanzaran las primeras señales de alarma. Las devaluaciones e inestable clima político de muchos países latinoamericanos a finales de los 50 empezó a dificultar el ingreso del capital a Películas Mexicanas, mientras el envejecimiento y la desaparición de muchos de los ídolos del cine mexicano (Infante, Negrete, Armendáriz) y sus directores se notaba en la calidad declinante de las películas y la ausencia de un público de clase media que ahora se refugiaba en la televisión.
Por otra parte, las distribuidoras se veían cada vez más impotentes para conseguir buenas fechas para el estreno de las películas, que debían esperar hasta dos años para salir al mercado, mientras los créditos otorgados por el Banco generaban intereses que podían terminar siendo impagables; no había suficientes salas y las mejores estaban destinadas, casi sin discusión, para el material norteamericano; al mexicano se asignaban las salas más deterioradas, a menos que se negociara directamente entre productor y autoridades. Finalmente, al distribuidor le quedaba, de cada peso que entraba en taquilla, un 35 %, mientras al exhibidor correspondía un 45 y al productor el restante 20 por ciento, con el que debía amortizar los gastos de promoción, producción y préstamo con todo e intereses.
La transición
La situación cambió ligeramente a finales de los sesenta, bajo el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz, y durante la presidencia de Luis Echeverría Álvarez (1970-1976): la evidencia de un cine en crisis era inocultable, y el gobierno propiciaba la distribución y exhibición preferente de películas con criterios de producción más elevados, por lo general adaptaciones de obras literarias de prestigio (Pedro Páramo, La vida inútil de Pito Pérez). En 1970, el nuevo presidente de la República designó a su hermano, el ex actor Rodolfo Echeverría, director del Banco Cinematográfico; desde esa posición se ejerció la más ambiciosa operación de intervención gubernamental en todas las áreas del cine, desde la producción, con la compra de los estudios Churubusco y América y luego la creación de casa productoras específicas (Conacine y Conacite) hasta la promoción (Procinemex) y la distribución, por medio de las ya existentes Películas Nacionales y Películas Mexicanas.
Cinematográfica Mexicana Exportadora, por su lado, enfrentaba una situación financiera y administrativa desastrosa; abarcaba demasiado territorio (prácticamente todos los países del mundo) sin una infraestructura adecuada y sin un plan básico de promoción a las películas mexicanas, que se exportaban con criterios subjetivos que, en ocasiones, acertaban, como el éxito de la película sobre gitanos Yesenia en la URSS y en la República Popular China o el de las cintas de luchadores enmascarados en Turquía. En 1975, sin embargo, se decidió fusionarla con Películas Mexicanas, que resultó así fortalecida en su posición como exportadora única del material
mexicano.
Mientras tanto, Películas Nacionales se volvió en una pieza de vinculación con las naciones con las que el gobierno buscaba un acercamiento, de modo que pasó a importar y distribuir en México películas extranjeras, como la húngara Amor (1971, Karoly Mak), la argentina Crónica de una señora (1970, Raúl de la Torre), la franco- italiana Liza (1972, Marco Ferreri) y la cubana Ustedes tienen la palabra (1974, Manuel Octavio Gómez), mientras intensificaba la presencia de las películas mexicanas en todo el territorio, gracias a la nueva política de apoyo que les abría los cines de primera, hasta entonces exclusivos de las grandes superproducciones norteamericanas. Nunca antes había sido tan fuerte la presencia mexicana, que ocupó el 74 % del tiempo en pantalla en las ciudades grandes y, en muchos puntos de provincia el 100 %. Se vivía una época de oro que no iba a durar mucho. Bastó el cambio de gobierno en 1977 y que el nuevo presidente de la República, José López Portillo, nombrara a su hermana Margarita como directora general de Radio, Televisión y Cinematografía, una entidad menor dentro de la jerarquía burocrática de la Secretaría de Gobernación, para que todo lo hecho en los seis años anteriores se viniera abajo y quedaran a la luz los riesgos de que el gobierno administre sin equilibrios externos una industria.
Así como la irrupción del gobierno en la industria, seis años antes, había sido un choque frontal contra quienes habían hecho el cine mexicano durante 60 años, ahora venía un trauma inverso: bajo la lógica de calmar las ansiedades que la ola gubernamentalista había desatado en los productores privados, ahora se desmantelaba lo levantado incluso décadas atrás. El primer paso fue la desaparición del Banco Cinematográfico, lo que dejó en la inestabilidad financiera a todo el cine. Películas Nacionales volvió a manejar sólo material local, de una calidad cada vez menor (fue la época de oro del cine de prostitutas, cómicos de doble sentido, melodramas de indocumentados filmados en los ranchos estadounidenses de los nuevos productores) mientras Películas Mexicanas veía cómo ese mismo deterioro de calidad le cerraba los mercados que se habían abierto y que operaban, muchas veces, por medio de intercambios entre gobiernos (Italia enviaba una cantidad determinada de películas que le interesara promover, a cambio de una cantidad igual de mexicanas), ahora imposibles de cumplir. Los mercados naturales del cine mexicano se reducen al público hispano hablante de Estados Unidos y el de menor poder adquisitivo de América Latina. Cuando Mario Moreno filma su última película, El barrendero, en 1981, terminaba la única relación absolutamente saludable entre un cineasta, toda vez que él era su propio productor, y su distribuidora, Columbia Pictures.
La distribución de películas mexicanas queda literalmente sujeta a criterios de preferencia mercantil no necesariamente vinculadas con la oferta y la demanda; un productor con el suficiente número de películas taquilleras puede negociar mejores condiciones de exhibición, por medio de la distribuidora, que una película de producción universitaria o incluso gubernamental; se verán casos en que los directores de las películas tengan que pagar por los carteles publicitarios y colocarlos personalmente en las salas, que siempre serán las menos propicias. La situación no cambiará ni siquiera con la creación, en 1983, del Instituto Mexicano de Cinematografía (Imcine), una amplia operación del gobierno de Miguel de la Madrid para establecer una relación más sana e institucional con las entidades de comunicación a cargo del gobierno (también se crearon los Institutos relativos a la televisión y la radio).
La distribución de películas mexicanas enfrentaba ahora dos problemas: primero, el país mismo estaba bajo una crisis económica brutal, producto de la baja en los precios del petróleo, producto al que había apostado el ex presidente López Portillo, y a la fuga de capitales generada desde los aspavientos izquierdistas de Luis Echeverría, y que no había encontrado el clima de confianza para volver; en consecuencia, el gobierno carecía de los recursos reales para mantener saludable un aparato administrativo destinado a promover el cine; el segundo problema era la indefinición misma de los objetivos del Instituto, que se volvió entidad productora, promotora (por él pasaban las cintas que se enviarían a los festivales internacionales) pero carecía de influencia real para influir en la cadena exhibidora gubernamental, Operadora de Teatros, para conseguir mejores condiciones para el cine emanado de sus oficinas, mientras el producido por la iniciativa privada, gracias a su bajísima calidad, seguía siendo el alimento natural del público de menores recursos económicos y culturales. Además, se tenía el eterno problema de toda entidad burocrática: los funcionarios estaban sujetos a cambios según soplara el viento de la política en los niveles más altos, y los recursos se destinaban a cineastas con carrera y cuotas de poder, contra los recién llegados sin recomendaciones.
Peleando en territorio enemigo
Un giro importante se dio cuando, en 1993, Arturo Ripstein consiguió interesar a la transnacional United Internacional Pictures, que distribuye a Paramount, Universal y MGM-United Artist en México, para que distribuyera Principio y fin, cinta originalmente canalizada hacia Imcine. Aunque los resultados en taquilla fueron pobres, se había roto la inercia que enviaba todo el material mexicano a Películas Nacionales; en el camino, hay que destacar que dominaba el ambiente la firma del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá, alentado como proyecto fundamental del presidente Carlos Salinas de Gortari. Una de las condiciones básicas de dicho tratado suponía un cambio fundamental en la estructura política mexicana, la disminución de su presencia en todas las áreas económicas, dejando ahora todo a las reglas de la oferta y la demanda. En el caso del cine, y a semejanza del modelo norteamericano (pero no del canadiense), el gobierno debía retirarse de la exhibición y la distribución y abrir ambas a un libre mercado que, se podía adivinar desde el primer momento, sería territorio natural de las poderosas transnacionales norteamericanas.
En el caso de la exhibición no se cumplieron del todo esos temores, pero en el de la distribución, el panorama cambió por completo. Ahora, cada película debía buscar su distribuidor, interesar a empresas que, hasta entonces, vivían tranquilas importando material extranjero. La más hospitalaria ha sido, desde los años noventa, Videocine, filial de la empresa televisiva Televisa y que fue creada en 1978 precisamente para distribuir las películas producidas por ésta. Con el paso de los años, consiguió vincularse a la Warner Bros., New Line y otras productoras extranjeras. Cuando Televisa canceló su área de producción, después de Salón México (1994, García Agraz), Videocine quedó en libertad como distribuidora, pero ha terminado por alentar la producción y distribución (Manos libres, Una película de huevos).
Otra distribuidora mexicana, Artecinema, tuvo un éxito de taquilla enorme con La ley de Herodes (1999, Estrada), que le decidió a apoyar a más películas locales, con distintos resultados (Batalla en el cielo de Reygadas, Bienvenido, paisano de Villaseñor) pero siempre en condiciones muy favorables (más de 20 copias para películas de muy difícil aceptación), toda vez que Imcine ha terminado siendo una opción sólo para las películas que no encuentran distribuidor, de alto carácter experimental, sin actores conocidos (Adán y Eva todavía, Mil nubes de paz…) que salen a la exhibición con 6 copias, sin publicidad, en tiempos en que un estreno de Hollywood sale normalmente con 60 copias y, en casos de grandes estrenos de temporada con 800. Una distribuidora nueva, dedicada al material mexicano, DeCine, ha cumplido hasta ahora una labor heroica apoyando óperas primas (Al otro lado, Santos peregrinos, Ver, oír y callar, Club Eutanasia).
La relación con las distribuidoras norteamericanas ha sido alentadora, tomando en cuenta la indiferencia acumulada en varias décadas: 20th Century Fox y Columbia Pictures han sido las más inclinadas a explotar cine mexicano, con algunos resultados fuera de serie, como Sexo, pudor y lágrimas (1999, Serrano) y El crimen del padre Amaro (2001, Carrera): el escándalo que arman grupos de extrema derecha en su contra genera el mayor éxito de taquilla para una película mexicana en toda la historia. La sorprendida beneficiaria resulta Columbia, que había adquirido la película sin mayores expectativas. El trato, en general, es el siguiente: se concede a la película mexicana el trato de un estreno convencional norteamericano (carteles espectaculares desde un mes antes del estreno, junket, premiere con alfombra roja, tour de medios de comunicación, cantidad de copias suficiente para garantizar un buen primer fin de semana), con muchos de los gastos a cargo del productor. Si los resultados no son los esperados, la culpa será de la falta de interés de la película misma. Es una operación cruelmente limpia, que deja a un cine desmantelado, con mucho en contra, desde la falta de apoyo gubernamental hasta la feroz presencia norteamericana, entregado a sus propias fuerzas. Que ocasionalmente logre una victoria, habla, sobre todo, de ese pacto de amor que firmó con el país cuando llegaron aquellos agentes de la casa Lumiére.
Bilbiografía:
Banco Nacional Cinematográfico, Cineinforme general 1976, México, 1976, Banco Nacional Cinematográfico, 508 pp.
Federico Heuer, La industria cinematográfica mexicana, México, 1964, s.p.i, 436 pp.
Aurelio de los Reyes, Cine y sociedad en México, 1896- 1920, México, 1981, UNAM, 272 pp.
Santini Publicista, La primera guía cinematográfica mexicana para el año de 1934, México, 1934, Santini Publicista, 224 pp.
Gabriel Vayre, representante de Lumiére, Cartas a su madre, México, 1996, Comité para la Conmemoración de los cien años del cine mexicano, 70 pp.
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